miércoles, 25 de noviembre de 2009

La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina


Cuando salió la primera entrega, en libro, no me podía creer que una simple trama policíaca con distorsionadas pinceladas de tinte político pudiera ocupar más de quinientas páginas. En esas estaba, valorando la posibilidad o no de leerla (no soporto los ladrillos, lo siento), cuando salió la segunda entrega, tan densa o más que la primera. Fue entonces cuando tomé la decisión, no sé si equivocada o no, de no leerla. Al recabar opiniones al respecto, estas variaban de un extremo a otro. Sin término medio. Unos se entusiasmaban con las aventuras de Lisbeth Salander, y otros la odiaban hasta la muerte. Curiosamente, a la gente que solía leer mucho, le parecía una novela policíaca más,incluso algo insulsa. A los que solían leer poco, les entusiasmaba. Nada del otro mundo, y nada que me decidiera por fin a coger el ladrillo y tragármelo. Así que lo dejé, esperando la inevitable película.
Vi “Los hombres que no amaban a las mujeres”, y me gustó. No me preguntéis porqué, pero me gustó. Soy consciente de que los suecos han descubierto que hay algo más allá de Bergman, pero es que eso es algo que sabemos los demás mortales desde tiempo inmemorial. La trama recuerda muchas situaciones ya vistas, desde “Tesis” (inevitable pensar en la película de Amenabar en las escenas finales) hasta “Odessa”, pasando por “el silencio de los corderos” y otras muchas. ¿Qué fue lo que me gustó entonces, hasta el punto de empujarme a ver la segunda parte, “la chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina”? No fui capaz de definirlo en aquella ocasión.
A los pocos días de ver la segunda parte, cayó en mis manos la revista que el Corte Inglés dedica a los lanzamientos en DVD, Devídeo. Concretamente, el número de Noviembre. Confieso que me sentí atraído por la portada, en la que aparecía Lisbeth Salander embutida en su sudadera, con la capucha puesta. No me negaréis que es muy posible que no exista algo tan insustancial y superficial como una revista dedicada a promocionar un producto, como es el caso. Pues bien, amigos, en el interior de ese panfleto, se encontraba la clave al porqué de mi atracción hacia la saga Millennium. Resulta a veces positiva esa voracidad que tenemos algunos por leer hasta los prospectos de las medicinas. A veces te encuentras joyas en los lugares más inesperados.
Resulta que Noomi Rapace, la actriz que encarna a la heroína de Millennium, es de padre español (ya me extrañaba a mí un pelo tan moreno), y en la entrevista que aparece en Devideo, se explaya a gusto, a costa de la Suecia que describen tanto Larsson como Henning Mankell en sus novelas. Noomi nos viene a decir que debajo de la imagen confortable, maravillosa y feliz que se suele tener de Suecia, existe otra Suecia en la que la gente no está acostumbrada a decir lo que piensa, y eso crea conflictos, según Noomi. Vivir en conflicto crea pequeñas bombas de relojería que pueden estallar en cualquier momento. La gente no discute en la calle, las familias no se dicen las verdades a la cara... En Suecia hay leyes para la igualdad entre hombre y mujer, pero también hay machismo, racismo, violencia, mujeres maltratadas, violaciones... Lo que ocurre es que de eso no se habla, y por lo tanto, no existe. Después se explaya diciendo que en la zona mediterránea se lleva mejor este asunto con la gente gritando por la calle y las familias diciéndose las verdades a la cara cada dos por tres. Algo con lo que tampoco estoy muy de acuerdo, pero bueno. No creo que sean positivas ni tanta frialdad, ni tanta sangre caliente.
Así de contundente me marcó la buena de Noomi Rapace la razón por la que me habían gustado las dos entregas de “Millennium”. Esa es la clave. En las dos películas se destila un ambiente de frialdad en los personajes, incluso en la pareja protagonista, que pone los pelos de punta. Frialdad de carácter, unida a un frío físico alimentado por la nieve, la lluvia y la oscuridad que presiden casi todas las escenas.
De la primera parte me fascinó también ese pasado nazi que ni remotamente había supuesto yo que tuviera Suecia. Se habla siempre de Polonia, de Francia, de Rusia, de Austria, pero ¿alguno de vosotros había sospechado siquiera que también hubo nazis en Suecia? De Suecia conocíamos las rubias espectaculares, el premio Nobel, y para de contar. Ese es el gran atractivo, al menos según mi criterio, de la trilogía de Larsson. Nos muestra Suecia, en resumen, un país del que apenas tenemos conocimiento, desde una perspectiva que urga en las miserias de una sociedad aparentemente acomodada, que guarda en su seno sin embargo innumerables fantasmas.
La segunda parte es tan válida o incluso más que la primera. En ella no existe un caso concreto que resolver. Se centra casi exclusivamente en el personaje de Lisbeth, que vuelve a Estocolmo después de haberse gastado una verdadera fortuna en el extranjero. Por diversos avatares del destino que no vienen al caso (nunca me han gustado las casualidades), su padre, al que de niña roció con un bidón de gasolina y le prendió fuego porque había golpeado a su madre (no creo que a estas alturas revele algo que no debería ser revelado), está implicado en una trama de compraventa de mujeres, en la que casualmente está implicado también el tutor de Lisbeth, ese abogado sádico y enfermo, vestido de gentleman, que aparece también en la primera parte.
No voy a contar ni la trama ni el desenlace, pero sí lo que más me impresionó de toda la película. Resulta escalofriante hasta decir basta, por su frialdad, su crueldad, su desarrollo y su desenlace, el encuentro de Lisbeth con su padre y con su “hermanito”, un gigante descerebrado de pelo blanco, que tiene una enfermedad llamada “analgesia congénita”, o algo así, que le impide sentir el más mínimo dolor, aunque le apliquen una descarga eléctrica de alto voltaje en los mismos testículos. Es espeluznante la relación familiar de estos tres angelitos. Sólo por esas escenas, merece la pena ver la película entera.
Una buena película, en definitiva, que nos hace pensar que el cine sueco está despertando de su letargo habitual.