domingo, 14 de marzo de 2010

El concierto

“En la época de Brezhnev, Andrei Filipov era el mejor director de orquesta de la Unión Soviética y dirigía la célebre Orquesta del Bolshoi. Pero en plena gloria, tras renunciar a separarse de sus músicos judíos, entre los que estaba su mejor amigo Sacha, fue despedido. Treinta años después, sigue trabajando en el Bolshoi, pero ahora… como limpiador. Una noche que Andrei se queda hasta tarde sacando brillo al despacho del jefe, encuentra un fax dirigido a la dirección del Bolshoi: se trata de una carta del Teatro de Chatelet invitando a la orquesta oficial a que vaya a dar un concierto a París. De repente, a Andrei se le ocurre una idea loca: ¿por qué no reunir a sus antiguos compañeros músicos, que viven de hacer trabajillos y chapuzas, y llevarlos a París, haciéndoles pasar por el Bolshoi? La tan esperada ocasión de tomarse la revancha por fin ha llegado”.



Esta es la sinopsis de la película que podréis leer en todas y cada una de las páginas que hablan de ella. “El concierto” es uno de esos títulos que apenas dejarán huella en lo que se refiere a la propaganda mediática que la rodea. Nada que ver con “Avatar”, “En tierra hostil” y todas las que hayan tocado la gloria del óscar con los dedos. Nada de eso. Unos cuantos días con el cartel colocado en los laterales de las mamparas de autobuses, alguna reseña en la penumbra de revistas y periódicos (esas páginas a las que casi nunca llegamos por falta de ganas y tiempo), y poco más. La vi de estreno, en una sala de sólo nueve filas, y que además no estaba llena. No parece el planteamiento que rodee a un título interesante.



Y sin embargo, puedo aseguraros que “El concierto” es la mejor película que he visto en bastante tiempo.



Me queda la impresión de haber elegido el mejor de los títulos que se estrenaron el pasado viernes, y posiblemente el mejor de toda la temporada. Resulta imposible resumir en sólo dos páginas la cantidad de matices, sensaciones, alegrías y tristeza que es capaz de transmitir esta película, dirigida por un director desconocido (al menos para mi), interpretada por actores desconocidos, rodada en su mayor parte en un lugar poco dado a aparecer en la gran pantalla (Moscú), y con planteamiento nada comercial. Sólo tuve la misma sensación cuando vi “La vida de los otros”, otra joya de la emotividad.



El resumen que he colocado más arriba es perfecto. Esa es la idea, pero después viene todo lo demás. “El concierto” es una comedia desternillante (la escena del aeropuerto es lo más original que he visto en mucho tiempo), que contiene en su interior un drama humano emotivo y profundo. “El concierto” no es otra cosa que una película perfecta, de esas que te hacen reír, llorar, vibrar y emocionarte al darte cuenta de que el cine es un ente vivo capaz de de gratificarte de vez en cuando con joyas como esta. “El concierto” está en la línea de “Billy Elliot” o “Full Monty”, con el ingrediente añadido de esa inmortal alma rusa que impregna la acción desde el principio hasta el final.



Podría hablaros de esa caótica orquesta de Andrei Filipov, que nada más presentarse en París le exige al representante del teatro del Chatelet las dietas por adelantado, poco menos que atracándole, para perderse a continuación en la noche. Una orquesta que no ensaya, ¿para qué, si son rusos?. Cuando Melanie Laurent (destinada a convertirse sin duda en una nueva musa a partir de este título) se queda sorprendida ante la increíble forma de tocar el violín de un gitano de cara roja sobre el que descansa gran parte de la acción, le pregunta “¿cómo lo ha hecho?”, y el otro se encoge de hombros y contesta humildemente “con la mano”. Los detalles de este tipo son innumerables. Poco a poco vamos descubriendo la enorme calidad humana de Andrei Filipov, el limpiador del Bolshoi, que ha llegado a esa situación por colocar sus principios y su integridad por encima de cualquier otro planteamiento.



Podría hablaros también del irónico retrato de la Rusia actual que presenta la película. La mafia rusa aparece con todas sus miserias, con todo ese gusto hortera y aberrante que la caracteriza. La escena de la boda de un oligarca, que contrata a mil figurantes para superar a uno de sus rivales, no tiene precio. Cuando el sponsor de la orquesta, un individuo que toca el violoncelo con la misma calidad que un gato maullando, le comunica al director del teatro parisino que va a transmitir el concierto vía satélite a toda Rusia, y este le dice que hay un contrato en exclusiva con un canal francés, el ruso no duda un momento en amenazar con cortar el gas de toda Europa del este.



Podría contaros también la grandeza de la mujer de Andrei, que cuando se entera de la idea de su marido, le dice “pediré el divorcio... si no vas a París”, y ante las argucias del antiguo miembro del partido comunista que se encarga de todo (billetes de avión, traslados, etc), no duda en amenazarle con matarle. Una mujer que se dedica a buscar figurantes que acudan a los rancios mítines que este nostálgico del partido monta los fines de semana, en un triste y entrañable intento de demostrar que el partido comunista todavía puede dar mucha guerra.



En este sentido, no resulta menos graciosa la situación que se produce en París, cuando el ruso se encuentra con un antiguo camarada y le propone dar una conferencia para colocar al partido comunista francés de nuevo en su lugar. El camarada francés consigue reunir en el gran auditorio de la sede del partido a unas... ¿veinte personas? Más o menos. La película consigue que estos comunistas acérrimos o esos judíos maltratados nos lleguen a parecer incluso simpáticos en sus pobres intentos de revivir lo invivible.



Podría hablaros de la fiesta gitana, de Sacha, ese inmenso judío que acompaña a Andrei para reunir la orquesta en una destartalada ambulancia (a veces incluso con el enfermo correspondiente dando tumbos en la parte trasera), de esa pareja, padre e hijo, que llegan a París cargados con móviles y caviar con la sana intención de hacer fortuna, del original episodio de “La true Normandie”, un restaurante al que solía acudir el comunista entrañable, reconvertido ahora en un turco, de todos esos rusos que al día siguiente de su llegada ya están trabajando en un taxi o en una empresa de mudanzas, de la extraña y surrealista relación entre el director del teatro del Chatelet y su ayudante, que suele financiar las operaciones con su propio dinero... Y podría, sobre todo, hablaros de la magnífica historia de la violinista, un emotivo episodio que dejo en el aire para obligaros a correr al cine a ver la película.



A algunos puede resultarles un poco larga la escena del concierto final. Uno tiene que tener un cierto aprecio por la música clásica para degustar ese momento. No obstante, la sabiduría del director, con un buen hacer que para sí quisieran otros muchos directores más famosos pero menos capaces, mezcla durante ese concierto de Tchaikovski imágenes tanto del pasado como del futuro, cerrando unos matices y abriendo otros, de forma que la historia queda concluida con toda su perfección.



Una película perfecta, redonda, entrañable, magnífica, que no debería sumirse en absoluto en las oscuras simas del olvido. Si queréis disfrutar de buen cine, de ese que no sólo te hace pasar un buen rato, sino que te da que pensar, no podéis dejar de verla.

lunes, 8 de marzo de 2010

Los hombres que miraban fijamente a las cabras

Ya el título prometía. No conocía absolutamente de la película, pero reconozco que me sentí atraído ante una ironía hacia los rimbombantes títulos de la trilogía Millenium. También me atrajo el cartel, con esos rostros de perfil, solemnes... y con la cabra al final.

El resultado superó todas las expectativas. Hacía tiempo que no me reía tanto, y lo que es más, que escuchaba reírse con ganas al resto de la sala. “Los hombres que miraban fijamente a las cabras” es una obra maestra de la sátira, del mejor cine de humor inteligente, en la línea de obras como “Bienvenido Mister Chance”, “Mash” o “El guateque”. Los homenajes a otros títulos conocidos, a la contracultura americana y a esa época de paz y flores que criticó abiertamente la guerra de Vietnam, se unen descaradamente a una soterrada crítica a todo el sistema militar americano.



Ewan McGregor es un periodista sin grandes temas. Tiene la ocasión de conocer a una especie de Leonardo Dantés, que asegura haber pertenecido a un grupo militar especial con superpoderes paranormales. Al principio piensa, lógicamente, que el individuo está como una regadera. Cuando le muestra el video de su hamster, que cae fulminado sin apartar la vista de la rueda giratoria de su jaula, Ewan McGregor parece ver la luz. A partir de ese momento, asistimos con la mandíbula dolorida a fuerza de reír a una inteligente parodia de todo y de todos.



Ewan, abandonado por su mujer, que se enamora de un tipo con un brazo de hierro (la escena de la cena que mantienen los tres es gloriosa), se acerca a Iraq, como quien no quiere la cosa, a encontrarse a sí mismo. Pero a quien encuentra, casi de casualidad, es a George Clooney, que interpreta a un mítico guerrero Jedi entrenado para vencer en la batalla a base de ejercer la paz. Todo tiene su explicación. Las a veces surrealistas de Ewan y George en Iraq se combinan con escenas del pasado, en la que se nos explica, rodeada siempre de un aura de misterio, la historia de ese grupo de guerreros Jedi, fundado por un alucinado Jeff Bridges, siempre prefecto. Después de la visión provocada por un tiro en Vietnam que a punto está de matarle (curioso el dato de que la mayor parte de los soldados apuntan alto cuando se les ordena disparar. La película está llena de afirmaciones de ese tipo, de las cuesta creer la veracidad), Jeff se da cuenta de que sólo se consigue la victoria a través de la paz. Junta a un grupo de marines, y después de intensas sesiones de paz, amor, alucinógenos y baile, funda el grupo de los guerreros jedi.



Sorprende encontrarse con George Clooney con el aspecto que presenta cuando se está entrenando con Jeff Bridges. Pelo largo, bigote... Recuerda más el aspecto que tenía en sus primeras películas (aquella infumable secuela de los “tomates asesinos”) que el de hombre martini que ha causado estragos entre las mujeres de medio mundo. Resulta curiosa la poca importancia que tienen las mujeres en esta película. No hay romances, ni protagonistas femeninas. Las dos únicas que aparecen ni siquiera hablan, y resultan letales para los protagonistas. Una de ellas, vietnamita, le pega un tiro a Jeff Bridges, y la otra abandona al bueno de Ewan. Al salir escuché comentarios de unas cuantas mujeres, que afirmaban entre ellas que la película era absurda y que no tenía ni pies ni cabeza. Nada más lejos de la realidad. Comprendo que resulte duro encontrarse a George Clooney deshaciendo nubes con el poder de su vista mientras conduce por una inhóspita carretera de Irán, en lugar de seduciendo a la rubia de turno, pero os aseguro que, si podéis superar la extraña sensación de contemplar una película en la que no haya un solo romance, pasaréis un rato de lo más divertido.



Las aventuras de George y Ewan en Iraq son dignas de pasar al museo mundial de las situaciones fellinianas. Desde la demostración práctica que hace George, a costa del pobre Ewan, de un chisme que parece sacado de la teletienda (el depredador, un arma letal en manos de un experto jedi), hasta el episodio en la celda de los secuestradores, todo destila un cargamento de sorna inteligente. No falta la crítica despiadada a la política norteamericana, a las razones comerciales que dictan en definitiva las estrategias a seguir.



Poco a poco, Ewan se va convenciendo cada vez más de que George tiene auténticos superpoderes. No es que les resuelvan mucho la vida que se diga, pero son superpoderes al fin y al cabo. Después de deambular por las desérticas carreteras, de que casi les revienten de un bombazo, y de encontrarse a punto de morir a causa del calor y la sed, la pareja llega a un campamento, al parecer clandestino, en el que Kevin Space está realizando unos extraños experimentos con cabras y prisioneros iraquíes. Es de destacar el papel de malo que hace Kevin. Incapaz de destacar en la academia de los soldados pacifistas, envidia abiertamente a George Clooney, que tiene poderes de verdad. Cuando reaparece en el campamento, acoge a los dos perdidos con delirios de gran jefe. Les muestra, por poner un ejemplo, un panfleto que al parecer están difundiendo los disidentes iraquíes entre las tropas estadounidenses, en el que se puede leer “soldados americanos, vuestras mujeres están en vuestra casa, fornicando con Bart Simpson y con Burt Reynolds”. “No se han quebrado mucho la cabeza”, reconoce Kevin. Como ayudante suyo aparece el mismísimo Jeff Bridges, el fundador de todo el tinglado, venido a menos después de un grotesco juicio que terminó con su expulsión del ejército.



Las interpretaciones son buenísimas, el guión, acerado y con ritmo, el ambiente, conseguido, el final, simplemente magnífico. Resulta gratificante asistir a la magnífica interpretación que hace George Clooney de un personaje en apariencia alucinado. Sus argumentos y tics de caballero jedi son realmente graciosos. Ewan parece haber encontrado de nuevo a su maestro Liam Neeson en “La amenaza fantasma”. En una ocasión en la que Jeff Bridges se pega un monumental ostión después de su habitual saludo al sol, declara, “he visto a Thimoty Leary”, refiriéndose al activista hippy encarcelado a causa de sus protestas contra la guerra de Vietnam. En otro momento de solemnidad, Ewan le dice a Clooney “el silencio de las cabras”. Los homenajes cinematográficos y las referencias históricas son innumerables.



Una película entretenida, divertida, inteligente crítica. Todo un placer para los sentidos. Excepto para la cabra, claro.