viernes, 3 de febrero de 2012

Silencio en la nieve

Reconozco que he ido a ver “Silencio en la nieve”, la última película de Gerardo Herrero, impulsado por varios prejuicios positivos que se anteponen al soberbio prejuicio negativo de que se trata de una película española. No puedo evitar acudir a una película en la que participe Carmelo Gómez, para mi gusto, siempre con el permiso de “El brujo”, por supuesto (el más grande entre los grandes, pero hace poco cine el hombre), el segundo mejor actor español. Tampoco pude evitar que el título despertara mi interés cuando supe que la trama se desarrollaba en medio de la División azul, un episodio de nuestra historia injustamente denostado por todo el mundo, primero e históricamente por el mismísimo Franco, al que no le interesaba darle demasiada publicidad al movimiento para que sus nuevos aliados americanos se olvidaran de que había intentado ayudar a su buen amigo Hitler, y después por los demás, en parte porque el grueso de aquel contingente estaba compuesto en su mayor parte de falangistas, aunque en realidad había de todo, y si no, que se lo pregunten al amigo Berlanga y al magnífico Luis Ciges.
Partiendo de esas dos premisas acudo al cine, en un día de frío polar, a ver una película que se desarrolla íntegramente en la estepa rusa de la Segunda Guerra Mundial. Tras un pequeño título explicativo de lo que supuso la División Azul, surge la primera escena como un mazazo estético de esos que se convierten por méritos propios en una de esas imágenes que se fijan en la memoria del espectador para toda la vida. El bosque, porque no se me ocurre llamarlo de otra manera, de caballos congelados en una laguna, con medio cuerpo fuera, las patas al aire y las cabezas ladeadas en una extraña mueca de la muerte, resulta ciertamente estremecedor. Cuando los personajes interpretados por Carmelo Gómez y Juan Diego Botto se acercan a contemplar el panorama, aparece, también incrustado en el hielo, el primer cadáver, el de un hombre al que le han grabado con un cuchillo en el pecho las palabras “mira que te mira Dios”. Con semejante premisa comienza uno de esos títulos españoles que merece la pena rescatar, que merece la pena salvar de ese injusto olvido al que seguramente le habrán condenado ya los propios miembros de la academia por no ser de ninguno de los amiguetes. Un título que nada tiene que envidiar a otros títulos semejantes producidos por Hollywood posiblemente con muchos más medios, pero desde luego con similar o incluso inferior profesionalidad.
“Silencio en la nieve” bebe de un título que me impactó hace muchos años, “La noche de los generales”, protagonizada por Omar Shariff y el soberbio Peter O´Toole. La trama se desarrollaba prácticamente de la misma manera. Un oficial alemán, Omar Shariff, investigaba los sangrientos crímenes que se estaban cometiendo contra prostitutas en un escenario de guerra similar al reflejado en “Silencio en la nieve”. Recuerdo perfectamente que una de las actitudes que más me impactaron de aquella película fue precisamente la del oficial investigador, que siendo alemán, parecía no estar de acuerdo con las atrocidades cometidas por sus paisanos. Juan Diego Botto bebe de esa moral. No se pronuncia nunca, pero no comparte tampoco el fanatismo en un sentido o en otro de sus correligionarios. La única vez que toma partido se produce en una de las escenas mejor logradas de la cinta, que refleja perfectamente el choque brutal entre la posiblemente desordenada pero humana mentalidad de aquellos españoles, y la mecanizada y descerebrada crueldad gratuita de los alemanes. Ese es uno de los aspectos que despertaron para siempre esa especie de fascinación mía por la División Azul, ese respeto a unos españoles a los que no se les había perdido nada en aquel conflicto, que partieron probablemente con ganas de comerse el mundo y se encontraron con el pueblo ruso, esa “Bicha” comunista con pezuñas en los pies y rabo de diablo, que resultó que era un pueblo digno, sensible, más parecido al español que los aliados alemanes. Muchos de los integraron aquel grupo de idealistas llegaron a confraternizar con las “panienkas”, las mujeres rusas, hasta el punto de no volver a España. La película refleja esa situación, tanto en la aventura amorosa que vive el protagonista, como en el arranque de nobleza que empuja al grupo de falangistas a enfrentarse a un descerebrado soldado alemán que no sabe hacer otra cosa que sacar a relucir su crueldad en cuanto se le deja hacer. Resulta curiosa la forma que tiene el director, Gerardo Herrero, de hacer que un grupo de falangistas se nos hagan simpáticos.
De alguna manera, uno de los grandes aciertos de la película es precisamente desdramatizar, no tomar partido por unos u otros, no sumergirse en el fanatismo de un lado ni en el contrario, algo que desde luego es de agradecer y que consigue que de esta película no se pueda decir aquello de “otra película más de la Guerra”, porque no es así. Se trata de un thriller digno, perfectamente ambientado en un paisaje de guerra, con un magnífico vestuario y unos campamentos militares y cuarteles que se van desmoronando a medida que avanza la acción. La muerte está rodeando continuamente a los protagonistas. Juan Diego Botto es un expolicía investigando un crimen, pero también es un soldado que comparte con sus compañeros el estrecho espacio de un camión alrededor del que caen bombazos de mortero mientras avanza por la estepa (soberbia escena, por cierto, en la que el copiloto del camión consigue que los asustados soldados arranquen a cantar para animarse y tratar de acallar el sonido de la muerte).
Y Carmelo Gómez… Bueno, me costará olvidar esa infame pelliza con piel de borrego que casi se podía oler desde la butaca. Carmelo es el doctor Watson de Juan Diego. Mantienen una especie de conexión tácita. Ninguno habla de su pasado, ninguno nos revela las circunstancias que le han llevado hasta ese infierno. No nos importa. Es lo de menos. “Todo el mundo tiene un pasado”, dice sabiamente nuestro amigo.
Una cinta magnífica, digna de ver, injustamente devaluada por una promoción cinematográfica que se retroalimenta a sí misma de delirios almodovarianos y absurdeces pretenciosas y frikis. Un título digno, bien hecho, que merece la pena ver. La estrenaron la semana pasada, y ya está en las últimas sesiones. En la sala en que la he visto éramos siete u ocho personas. Que al menos los que lean este blog transmitan a su vez que merece la pena verla. No os defraudará, os lo aseguro. Por cierto, no os perdáis los títulos del final. Las fotografías y la música sin tan impactantes como el magnífico comienzo.