viernes, 9 de noviembre de 2012

El ladrón de palabras


“Tenía una historia. Una historia muy buena. ¿Quieres que te la cuente?
Ahí está él, apenas un crío preguntándose qué le reservaba el futuro. Quería ser escritor. No encontraba las palabras. Y de repente allí estaba ella, por primera vez. En un mundo más grande que aquel en el que había nacido. Ése fue su momento.” – texto transcrito del trailer de EL LADRÓN DE PALABRAS

 

Ayer vi una película que seguramente encantará a todo el mundo, pero en especial a los que amamos la literatura, tanto en su vertiente de lectores como a los que tenemos este hobby de juntar letras. Una obra intimista, con una fuerte carga moral en varios sentidos, soberbiamente interpretada por cinco grandes actores. Bradley Cooper en el papel de Rory Jansen, Dennis Quaid, Jeremy Irons, y las magistrales Zoe Saldana y Olivia Wilde.

Ya el comienzo es literario. Toda la película lo es. Un escritor, Dennis Quaid, lee su libro, “The Words”, ante un auditorio entregado de personas relacionadas con el mundo de la edición en EEUU. Se trata de un evento previo al lanzamiento de su libro. La historia que se cuenta en él es la de Rory Jansen (Bradley Cooper, un actor que cada vez va cogiendo más entidad), un escritor que ha parido el pelotazo de su vida. Después de recoger un importantísimo premio, sale del salón en el que se lo han entregado con su mujer, Dora (Zoe Saldana). En una de las escenas más sugerentes que he visto en los últimos tiempos, se meten en un taxi bajo la lluvia. Desde la puerta del hotel en el que se ha celebrado el evento, un anciano misterioso les observa, con una mezcla de curiosidad y tristeza. Es Jeremy Irons, el gran Jeremy Irons, el alma de la película.

Dennis Quaid sigue leyendo su libro. Nos cuenta los preliminares, la oscura vida de Rory antes de escribir la novela que le daría la fama inmediata, sus ilusiones de convertirse en gran escritor, las dificultades, las horas de insomnio, las horas vacías… Muchos de los que nos hemos metido en este mundillo sabemos lo que está sintiendo. Rechazos de editoriales y agentes, frustración, apatía, falta de inspiración… En el caso de Rory se acentúa porque no se preocupa de  buscarse una actividad alternativa que le proporcione el dinero para seguir tirando. Vive de lo que le presta su padre, hasta que finalmente se decide a trabajar en una editorial, entre otras razones para conseguir contactos.

Durante el viaje de luna de miel a París, Dora le regala en un anticuario una antigua cartera de cuero. Una vez en casa, Rory descubre en su interior un manuscrito, escrito a máquina. Comienza a leerlo… y no puede dejar de hacerlo. Es lo mejor que ha leído en su vida. No sólo toma conciencia de eso, sino también de lo incapaz que es él de escribir una cosa así. Para intentar impregnarse del espíritu de aquellas palabras, para deleitarse con ellas, transcribe el manuscrito al ordenador, sin cambiar ni una sola coma. Dora lee el archivo que ha creado Rory en su ordenador, y se emociona, diciéndole que es lo mejor que ha leído nunca. Y es entonces cuando Rory toma la decisión de su vida. En una entrevista, Zoe Saldana (Dora) dijo esto sobre el personaje de Rory:

“Él en realidad no busca la fama; sólo quiere ser especial. Aunque eso suene triste o cínico, las cosas son así. En lo más profundo, todos queremos ser especiales por algo. Eso fue lo que me atrajo de la historia, la cruda realidad de alguien que quiere hacer algo grande, da igual lo que sea. Porque, ¿hay algo peor que Dios te haya dado entusiasmo y pasión por algo para lo que no tienes talento?”.

He subrayado adrede la última frase, porque esa es la clave, al menos para mí, de toda la película. Una duda moral que ataca al protagonista y que al final le empuja a tomar la decisión de hacerse pasar por el autor del libro. Esa frase, por sí sola, podría generar un importantísimo debate de gran relevancia en el ámbito de la literatura.

La película toma un giro especial cuando asistimos al encuentro en Central Park entre Rory, ya afamado escritor, y el misterioso anciano, Jeremy Irons, que le cuenta la historia de su vida, en un flashback muy bien realizado Francia, justo después de finalizar la Segunda Guerra Mundial. Son imágenes bellas, cargadas de poesía, muy bien ambientadas, llenas del amor que embargó al personaje hacia una mujer francesa. En Francia descubre la literatura de manos de un compañero, y un nuevo Universo se abre ante él. Cuando vuelve a EEUU, descubre que su mundo se le ha quedado pequeño, y vuelve a Francia, reencontrándose con su amor y casándose con ella. Tienen una hija, la hija muere, la mujer se va una temporada al campo, y es entonces cuando aquel joven, en un arrebato de inspiración, de una energía que “ni él mismo sabía de dónde le venía”, escribe su historia en pocos días. La misma historia que encontró Rory en la vieja cartera de cuero.

Y no os cuento más. La película está en cartel, y merece la pena verla. Os hará plantearos muchas preguntas. ¿Somos capaces de hipotecar nuestra vida por la elección de lo que pretendamos hacer en ella? ¿Sacrificaríamos lo que más queremos por llegar a ser algo, por alcanzar la fama? ¿Merece la pena?

Como frase que se me quedó grabada, y supongo que así será para todo aquel que la escuche y al que le guste escribir, me quedo con esta, pronunciada por el anciano Jeremy Irons: “Decidí amar más a las palabras que había escrito, que a la mujer que me las había inspirado”. Así de fuerte, así de triste, así de profundo. Ahí lo dejo. Todo aquel que escriba sabrá encontrar la esencia de tan inspirado, y hasta puede que inquietante pensamiento.

Un fuerte abrazo a todos.

sábado, 13 de octubre de 2012

Lo imposible

Juan Antonio Bayona nos sumerge sin concesiones en un acontecimiento que podría calificarse de milagroso, el del reencuentro de los cinco miembros de una familia española que sobrevivió al tsunami que arrasó parte de las costas de Tailandia en 2004. Un acontecimiento feliz encuadrado en una tragedia de dimensiones apocalípticas, en la que perdieron la vida cerca de un cuarto de millón de seres humanos.
La primera parte es espectacular. Bayona juega perfectamente con los sonidos, con las sensaciones, con los signos que preceden a la brutalidad del tsunami, magistralmente recreado. El espectador se siente parte integrante del terror provocado por el agua. La naturaleza desatada, que convierte al ser humano, con todo su poder, con toda su inteligencia, en nada, en un simple objeto tan maltratado como una rama de árbol, un coche o un puñado de cristales rotos, impresiona por su devastador poder. Desazona lo poco que se puede hacer, lo absolutamente nada que se puede hacer, salvo confiar en la suerte, en unas circunstancias como esas. Creo que hacía mucho tiempo que no se producía en la sala un silencio tan sobrecogedor como el que viví ayer. Todos éramos conscientes, y así nos lo ha enseñado Bayona, de que no somos más que peones en las manos del destino. Impone una fuerte congoja la imagen de Naomí Watss rendida frente al cristal, en cuclillas, con la hoja de papel pegada al mismo, esperando la tragedia. Nada puede hacer, y lo sabe, salvo esperar.
La segunda parte nos cuenta el duro camino de la supervivencia. El sufrimiento que conlleva la gran suerte de haber sobrevivido, aunque suene a paradoja. Te duele el cuerpo cuando ves a la madre y al hijo caminando entre cañas, en un paisaje devastado, sangrando, gritando de dolor. Bayona no se permite ni una sola concesión. Su gran acierto, bajo mi punto de vista, consiste en mostrar el dolor en toda su crudeza. No se trata de dos héroes al estilo de Hollywood, sino de una madre y su hijo cercanos, reales, sobrecogidos, aterrorizados. Me encantó que el director jugara con los primeros planos, con sugerencias, con las caricias que un niño al que encuentran y salvan, aterrorizado, le da a su nueva madre. Primeros planos largos increíbles, como el de la cara del nativo que arrastra a la madre por el lodazal para llevarla al hospital. Ella le mira a la cara, durante todo el camino. Es consciente de que esa persona le está salvando la vida. Pienso que esa mujer, la real, jamás olvidaría la cara de ese hombre.
Bayona se centra en el drama familiar, en el reencuentro, en la peripecia vital al extremo que sufren todos ellos, desde María y Lucas (increíble actor el pequeño Tom Holland), madre e hijo mayor, hasta el padre, Henry (¿Será posible que JAMÁS he visto una película de Ewan McGregor que no me guste?) y los dos hijos pequeños, Simon y Thomas. Todos han quedado tocados, aterrados ante el baile con la muerte, pero han sobrevivido, han disfrutado de ese privilegio. Con miradas laterales, retazos del horror, somos conscientes de lo que ha sucedido. Miles de cadáveres toscamente envueltos en sábanas, gente que llora ante las listas expuestas en los tablones de anuncios, médicos y enfermeras desbordados ante tanto horror. Bayona parece querer hacernos saber constantemente que la familia española conforma la única pieza optimista, el único retazo de luz en medio de tanta oscuridad.
La historia desgarra el corazón. Los silencios provocados por el terror, conmueven. El derrumbamiento de la madre cuando comprueba que todos sus seres queridos están vivos, hace llorar, como otras muchas escenas, como los encuentros, quizá un poco forzados y abusando un poco del suspense de las casualidades, entre el padre y los hijos. También hace llorar la escena del encuentro en el hospital entre un padre sueco y su hijo, propiciado por un gigante, Lucas, que descubre la tremenda grandeza de su madre a través de todo el metraje. Son lágrimas fáciles, buscadas, conseguidas con los recursos habituales, con la música de fondo, naturales, gracias a escenas efectivas que las provocan. Es sencillo llorar ante ese tipo de escenas.
Lo que nunca, lo que jamás me hubiera imaginado, es llorar como lo hice ayer, primero al verla, después al recordarla, y ahora al contárosla, ante una magistral, una soberbia escena con un simple teléfono móvil como protagonista principal.
Una digna, muy digna producción española. Bayona comenta en una entrevista en la red que parece mentira que infrautilicemos unas instalaciones, como las de la Ciudad de la Luz en Alicante, en donde se rodó parte de la película, que son superiores a muchos estudios de Hollywood. Cuando se utilicen las instalaciones, el presupuesto, o el talento de un director como Bayona, para rodar auténticas joyas como “Lo imposible”, bienvenido sea todo.
Hay que verla. Y en este caso, además, hay que verla en el cine. En la pantalla pequeña perderá muchísima fuerza. Tomar conciencia de vez en cuando de nuestra dimensión como seres humanos, de nuestra grandeza y de nuestra insignificancia caminando juntas de la mano, nos abre la mente, nos hace más humanos.

martes, 3 de abril de 2012

Intocable

¿Cuál es el mecanismo mental que hace que una película como “Intocable” nos toque la fibra de la forma en que lo hace? Una película francesa, sin estridencias, sin efectos, sin esos melodramas exagerados o ese maniqueísmo que tienen los personajes de las escasas películas americanas que intentan acercarse a ese tipo de cine. ¿Qué es lo que nos llega, lo que nos cautiva, lo que nos hace disfrutar de un título como “Intocable”?.

Algún iluminado ha colocado en el cartel de la película que es una mezcla entre “El discurso del rey” y “Paseando a Miss Daisy”. Nada más lejos de la realidad. “Intocable” es mucho más cercana a nosotros, a nuestro carácter, a nuestra naturaleza, que esos dos títulos. En todo caso, podría ser comparable a “La vida de los otros”, “El concierto” o, si me apuráis para buscar alguna semejanza con cine del otro lado del charco, a “Precious”, por lo que supone de afán de superación.

Vuelvo a la pregunta inicial. ¿Por qué nos cautiva ese tipo de cine, ese guión a la vez simple y complicado, esos personajes contrapuestos y cercanos al mismo tiempo? Creo que la clave se nos enseña ya desde el mismo inicio de la película, un inicio magistral, perfecto. Tras la maravillosa escena de la policía escoltando al coche en el que viajan Philippe y Driss, con la música de Earth, Wind and Fire sonando a todo trapo, comienza una escena que para mi gusto constituye el gran acierto de la película, la razón de ser de toda ella, de esa amistad que se forjó entre un adinerado tetrapléjico y un habitante del extrarradio parisino.

Varios aspirantes esperan para ser contratados como ayudantes de Philippe. Todos ellos son expertos en tratar con enfermos de minusvalía. Algunos exhiben títulos de cuidadores expendidos por prestigiosas universidades e instituciones relevantes en ese campo. Todos ellos proclaman su compromiso con los minusválidos, su deseo de integrarles en una sociedad que les rechaza, que les rehuye… Todos ellos muestran un rasgo que les sale del alma a la mayoría de las personas: la compasión.

Hasta que hace su aparición Driss, el negro procedente de Senegal.

¿Qué hace este hombre al ver a Philippe? ¿se apiada de él? ¿exhibe la cara de circunstancias que han puesto todos sus predecesores? No, no hace nada de eso, y esa creo que es precisamente la clave de todo, la razón por la que Philippe le adopta de inmediato como cuidador. Driss entra simplemente en el despacho, se dirige a la mesa, y deja sobre ella el papel del paro para que se lo sellen. Es lo único que le importa. Mira a Philippe, pero no ve al minusválido que ven todos los demás. Philippe le mira a él, pero no ve al negro aparentemente conflictivo y delincuente que ven todos los demás. No, no ven las “taras” del otro, no ven sus defectos, no ven esas etiquetas que la sociedad, que no dejamos de ser nosotros mismos, gusta de colocar en cada persona. Fuera prejuicios, fuera patrones, fuera clichés sin sentido y limitadores del espíritu. Tanto Philippe como Driss ven al otro simplemente como un ser humano, y esa, amigos, esa es la magia que transmite “Intocable”, por encima de cualquier otra. Esa magia que se produce cuando vemos personas en lugar de cargos, vestiduras o cáscaras, independientemente de lo que uno tenga o deje de tener. Lo que a mis ojos hace grandes a Philippe y a Driss no es su capacidad de conexión, que les ha llevado a mantener en la vida real una amistad muy por encima del tiempo y los convencionalismos sociales, sino esa facultad, que tienen solo unos pocos, de ver personas, sólo personas, con sus defectos, con sus miserias, con sus alegrías y sus tristezas, con sus momentos malos y buenos, pero siempre personas.

Tras estos dos momentos mágicos, el de la escolta policial y el de la contratación de Driss, la película transcurre por derroteros humorísticos a veces, entrañables otras y duros las menos, pero siempre interesantes. La soberbia banda sonora mezcla las piezas clásicas que le encantan a Philippe, con el sonido disco que convierte a Driss en un bailarín de lujo. Asistimos al cuidado de Philippe viéndole como un ser humano a través de los ojos de Driss, no como un minusválido. Ese es el mayor acierto de la película, la gran lección que todos deberíamos aprender. Con un plantel de excelentes secundarios que poco a poco dejan conquistar su corazón por las maneras de Driss, a veces duras pero siempre efectivas, nos vamos empapando de la filosofía de dos personas aparentemente antagónicas y sin embargo idénticas a la hora de valorar y manifestar los sentimientos.

Y el final… No puedo escribir sobre el final sin sentir la emoción que sentí al verlo. Impresionante, redondo, entrañable, que confirma a Philippe y a Driss como los dos grandes seres que hemos tenido la suerte de conocer. Un final de esos que te sacan la lágrima fácil, con el peligro que conlleva no conseguir secarla antes de que se enciendan las luces, como así sucedió en mi caso.

Una gran película, que todo el mundo debería ver. Uno de esos títulos que nos hacen mejorar un poco, plantearnos algunas dudas sobre nuestra naturaleza como seres humanos. No podéis dejar de verla, os encantará.
















viernes, 3 de febrero de 2012

Silencio en la nieve

Reconozco que he ido a ver “Silencio en la nieve”, la última película de Gerardo Herrero, impulsado por varios prejuicios positivos que se anteponen al soberbio prejuicio negativo de que se trata de una película española. No puedo evitar acudir a una película en la que participe Carmelo Gómez, para mi gusto, siempre con el permiso de “El brujo”, por supuesto (el más grande entre los grandes, pero hace poco cine el hombre), el segundo mejor actor español. Tampoco pude evitar que el título despertara mi interés cuando supe que la trama se desarrollaba en medio de la División azul, un episodio de nuestra historia injustamente denostado por todo el mundo, primero e históricamente por el mismísimo Franco, al que no le interesaba darle demasiada publicidad al movimiento para que sus nuevos aliados americanos se olvidaran de que había intentado ayudar a su buen amigo Hitler, y después por los demás, en parte porque el grueso de aquel contingente estaba compuesto en su mayor parte de falangistas, aunque en realidad había de todo, y si no, que se lo pregunten al amigo Berlanga y al magnífico Luis Ciges.
Partiendo de esas dos premisas acudo al cine, en un día de frío polar, a ver una película que se desarrolla íntegramente en la estepa rusa de la Segunda Guerra Mundial. Tras un pequeño título explicativo de lo que supuso la División Azul, surge la primera escena como un mazazo estético de esos que se convierten por méritos propios en una de esas imágenes que se fijan en la memoria del espectador para toda la vida. El bosque, porque no se me ocurre llamarlo de otra manera, de caballos congelados en una laguna, con medio cuerpo fuera, las patas al aire y las cabezas ladeadas en una extraña mueca de la muerte, resulta ciertamente estremecedor. Cuando los personajes interpretados por Carmelo Gómez y Juan Diego Botto se acercan a contemplar el panorama, aparece, también incrustado en el hielo, el primer cadáver, el de un hombre al que le han grabado con un cuchillo en el pecho las palabras “mira que te mira Dios”. Con semejante premisa comienza uno de esos títulos españoles que merece la pena rescatar, que merece la pena salvar de ese injusto olvido al que seguramente le habrán condenado ya los propios miembros de la academia por no ser de ninguno de los amiguetes. Un título que nada tiene que envidiar a otros títulos semejantes producidos por Hollywood posiblemente con muchos más medios, pero desde luego con similar o incluso inferior profesionalidad.
“Silencio en la nieve” bebe de un título que me impactó hace muchos años, “La noche de los generales”, protagonizada por Omar Shariff y el soberbio Peter O´Toole. La trama se desarrollaba prácticamente de la misma manera. Un oficial alemán, Omar Shariff, investigaba los sangrientos crímenes que se estaban cometiendo contra prostitutas en un escenario de guerra similar al reflejado en “Silencio en la nieve”. Recuerdo perfectamente que una de las actitudes que más me impactaron de aquella película fue precisamente la del oficial investigador, que siendo alemán, parecía no estar de acuerdo con las atrocidades cometidas por sus paisanos. Juan Diego Botto bebe de esa moral. No se pronuncia nunca, pero no comparte tampoco el fanatismo en un sentido o en otro de sus correligionarios. La única vez que toma partido se produce en una de las escenas mejor logradas de la cinta, que refleja perfectamente el choque brutal entre la posiblemente desordenada pero humana mentalidad de aquellos españoles, y la mecanizada y descerebrada crueldad gratuita de los alemanes. Ese es uno de los aspectos que despertaron para siempre esa especie de fascinación mía por la División Azul, ese respeto a unos españoles a los que no se les había perdido nada en aquel conflicto, que partieron probablemente con ganas de comerse el mundo y se encontraron con el pueblo ruso, esa “Bicha” comunista con pezuñas en los pies y rabo de diablo, que resultó que era un pueblo digno, sensible, más parecido al español que los aliados alemanes. Muchos de los integraron aquel grupo de idealistas llegaron a confraternizar con las “panienkas”, las mujeres rusas, hasta el punto de no volver a España. La película refleja esa situación, tanto en la aventura amorosa que vive el protagonista, como en el arranque de nobleza que empuja al grupo de falangistas a enfrentarse a un descerebrado soldado alemán que no sabe hacer otra cosa que sacar a relucir su crueldad en cuanto se le deja hacer. Resulta curiosa la forma que tiene el director, Gerardo Herrero, de hacer que un grupo de falangistas se nos hagan simpáticos.
De alguna manera, uno de los grandes aciertos de la película es precisamente desdramatizar, no tomar partido por unos u otros, no sumergirse en el fanatismo de un lado ni en el contrario, algo que desde luego es de agradecer y que consigue que de esta película no se pueda decir aquello de “otra película más de la Guerra”, porque no es así. Se trata de un thriller digno, perfectamente ambientado en un paisaje de guerra, con un magnífico vestuario y unos campamentos militares y cuarteles que se van desmoronando a medida que avanza la acción. La muerte está rodeando continuamente a los protagonistas. Juan Diego Botto es un expolicía investigando un crimen, pero también es un soldado que comparte con sus compañeros el estrecho espacio de un camión alrededor del que caen bombazos de mortero mientras avanza por la estepa (soberbia escena, por cierto, en la que el copiloto del camión consigue que los asustados soldados arranquen a cantar para animarse y tratar de acallar el sonido de la muerte).
Y Carmelo Gómez… Bueno, me costará olvidar esa infame pelliza con piel de borrego que casi se podía oler desde la butaca. Carmelo es el doctor Watson de Juan Diego. Mantienen una especie de conexión tácita. Ninguno habla de su pasado, ninguno nos revela las circunstancias que le han llevado hasta ese infierno. No nos importa. Es lo de menos. “Todo el mundo tiene un pasado”, dice sabiamente nuestro amigo.
Una cinta magnífica, digna de ver, injustamente devaluada por una promoción cinematográfica que se retroalimenta a sí misma de delirios almodovarianos y absurdeces pretenciosas y frikis. Un título digno, bien hecho, que merece la pena ver. La estrenaron la semana pasada, y ya está en las últimas sesiones. En la sala en que la he visto éramos siete u ocho personas. Que al menos los que lean este blog transmitan a su vez que merece la pena verla. No os defraudará, os lo aseguro. Por cierto, no os perdáis los títulos del final. Las fotografías y la música sin tan impactantes como el magnífico comienzo.

miércoles, 4 de enero de 2012

¿Por qué se frotan las patitas?

Otra de esas películas que empiezas a ver sin ganas, y que a medida que transcurre te cambia la vida. Cine español sin pretensiones, fácil de ver, ameno, sin resquemores antiguos ni tocamiento de narices a una u otra España. Cine español bien hecho, con humildad, que no busca ni los óscars ni los Goyas de turno, sin los vicios ni los traumas de Almodóvar y otros muchos que babean a su sombra y con su estilo. Una película coral que se inspira sin duda en las aclamadas “Al otro lado de la cama” y su secuela, es decir, historias entremezcladas con números musicales, en el caso que nos ocupa de gran calidad.
“¿Por qué se frotan las patitas?” merece verse por todo. Por su música, con esos éxitos de siempre pasados por el tamiz de un flamenco elegante y bien llevado, moderno y sugerente, sin estridencias. Por sus actores, grandes genios de la interpretación, como la inconmesurable Lola Herrera, por supuesto, pero también actores que no por semi dsconocidos no dejan de ser grandes, muy grandes, como Antonio Dechent, el inolvidable compañero malage de “Smooking Room”, al que ni Pablo Carbonell logró humillar con el infumable papel que le dio en “Atún y chocolate”, el incipiente Raúl Arévalo, un consolidado actor cuyo papel en “Gordos” me encantó, o el gran Manuel Morón, un hombre que no se prodiga demasiado en el cine español pero que posee un número ilimitado de registros, desde la siniestra personalidad que dibuja en “El bola”, hasta el torpe e inclasificable detective, de nombre “Manolete”, que interpreta en esta ocasión. Sus escarceos con Rosario, interpretada por otra actriz a tener en cuenta, Ana Wagener, nos arrancan la sonrisa cada vez que se producen.
También tiene un destacado papel Marisol Membrillo, que hace de Rocío, una de las tres mujeres (la esposa), junto a Lola Herrera (la madre) y Julia García (la hija) que abandonan a Antonio Dechent el mismo día. Rocío, que se escapa a un centro budista, le suelta a uno de los monjes, que la escucha presa del nerviosismo, que ella quiere “relajarse en su entorno, no en el monasterio”. Eso os podrá dar una idea de la naturaleza de la película, que puede considerarse como una película coral, una road movie, un drama o una comedia, todo ello en el mismo paquete y con una misma y lapidaria filosofía, que da sentido a todo el film y que aparece en la magnífica escena final, que quiero compartir con vosotros por la inmensa carga vital y de optimismo que posee. Desde que la vi, no puedo dejar pasar un día sin escucharla. Se trata de la canción “De momento”, interpretada por los Aslandticos con la aparición estelar del inclasificable “Tomasito”. Escucharla os cargará las pilas y os ayudará a encarar el año que se abre con energía, algo que no nos vendrá mal a nadie. Esta es la escena en cuestión: 
Otro número musical que me encantó fue la versión de “Escándalo" que interpreta Lola Herrera en la escalera de su vecindad, con una perfecta coreografía y la participación de todos. Esta es la escena:


Lola Herrera interpreta a una antigua cantante de copla, famosa en sus años de gloria, “La niña María”, que se siente traicionada cuando se entera de que sus hijos quieren meterla en una residencia. Emprende entonces un extraño viaje desde el sur a Sitges, en la furgoneta de unos okupas.
Una película, en fin, que os agradará, que os obligará a soltar alguna que otra lágrima y a emocionaros, a sonreír y a aplaudir, que os dará que pensar y que os mostrará que “la vida pasa de momento”, y que hay que aprovecharla con toda la intensidad de la que seamos capaces. No os dejéis influenciar por el almodovariano cartel promocional, que engaña con su colorismo y su intrascendencia. La película tiene enjundia, y aunque posiblemente no esté tan perfectamente realizada como las mencionadas “Al otro lado de la cama” y su secuela, tanto sus números, como los actores, como las historias paralelas que nos cuenta, son infinitamente superiores a aquella.
Que la disfrutéis, sobre todo esa maravillosa canción, “De momento”.