sábado, 3 de mayo de 2014

Tren de noche a Lisboa

Otra vez ha ocurrido. Una película, del director danés Bille August, de las que hacen afición, de las que te dejan clavado en la butaca, pensando, disfrutando de la experiencia tan intensa que has vivido, y casi triste porque ha terminado.

Jeremy Irons hace de profesor de instituto en Berna. Las primeras secuencias, en esta ciudad, son grises, tristes, llenas de viento, lluvia y oscuridad. Se nota desde el principio que está abatido, abandonado, hasta el punto de recuperar de la basura una bolsita para hacerse un té, porque se le ha terminado. El típico desastrado que vive sólo, sin hablar apenas con nadie. Mientras camina hacia su trabajo, se encuentra con una joven que se quiere tirar al río. La salva, y le dice “¿no sabe usted que la vida puede cambiar en cualquier momento?”. Me resultó curioso, en ese momento, que dijera algo así alguien tan aparentemente rutinario y triste como él.

La muchacha le acompaña al instituto. Al rato se va, y se deja la gabardina. En el interior de la prenda, el profesor encuentra un libro, “El orfebre de las palabras”, escrito por un tal Amadeo. En el libro lee frases tan prodigiosas como estas:

Cuando abandonamos un sitio, dejamos allí una parte de nosotros… y hay cosas de nosotros que sólo recuperaremos si regresamos a ese sitio”

“El miedo a la muerte puede ser el miedo a ni haber sido capaz de convertirse en quién planeabas ser

El profesor parece irse transformando con la lectura. Ha encontrado todo aquello que a él le hubiera gustado escribir, o vivir. En el libro encuentra dos billetes de tren a Lisboa. Cuando va a la estación, con la intención probablemente de devolvérselos a la chica, el tren está a punto de salir. Sin pensarlo siquiera un segundo, sube al tren, sin equipaje.

Y emprende el viaje

El viaje de su vida. Ha hecho algo (lo confesará después) que jamás se había planteado antes en su aburrida existencia. Llega a una Lisboa luminosa, encantadora, con ese embrujo que tiene una ciudad que jamás ha quedado mal en ninguna película, que se convierte por méritos propios en protagonista de cualquier largometraje que se haya rodado allí.

El profesor emprende un investigación sobre los personajes que se citan en el libro, protagonistas de uno de los momentos más duros de la dictadura portuguesa, los últimos días de la dictadura de Salazar, previos a la revolución de los claveles. Las escenas actuales se mezclan con episodios de aquella época perfectamente ambientados.

Parece mentira que un tempo lento, sosegado (como diría Pessoa, cuyo espíritu aletea durante todo el tiempo por el metraje), la película se nos haga tan corta. Las conversaciones con unos secundarios de lujo (Bruno Ganz, que vuelve a Lisboa muchos años más tarde, desde aquella magnífica “En la ciudad blanca” de Alain Tanner, Tom Courtenay, Jack Huston en el papel de Amadeu, un joven que recuerda a Lorca), y las charlas con la siempre dulce y sugerente Martina Gedeck (“Deliciosa Marta”, la película que fue copiada por los americanos en “Sin reservas”), son de las que se recuerdan como momentos de buen cine. Todos ellos han vivido la vida que a Jeremy Irons le hubiera gustado vivir, tal y como le comenta a Martina Gedeck.

Y el final… Sólo comentar que tanto a mi santa como a mí, que no solemos ser muy partidarios de los finales abiertos, se nos puso la carne de gallina. Emocionante, emotivo, perfecto.

Una película encantadora, con momentos duros, sincera, comprometida, con personajes profundos, algunos de los cuales consiguen encontrarse a sí mismos, y frases que te hacen pensar. Recomiendo como siempre verla en versión original. La voz de Jeremy Irons, que no conocía, es espectacular.


martes, 1 de abril de 2014

2 Francos, 40 Pesetas, de Carlos Iglesias

Por suerte, de vez en cuando funciona la ley de las compensaciones. Si ayer vi una película francesa con pretensiones y unas críticas que la elevaban hasta las estrellas, hoy he tenido el inmenso placer de ver una película española que, sin pretensiones, y respaldada por unas críticas negativas, de personas a las que los árboles normalmente no les dejan ver el bosque, te arranca de vez en cuando alguna lágrima, risas abiertas, y muchas sonrisas de identificación.

1974. Pablo, el hijo de 18 años de Martín (Carlos Iglesias), muy bien interpretado por Adrián Expósito, emprende un viaje a Suiza, el país en el que pasó su infancia, junto a su buen amigo Juan, interpretado por todo un descubrimiento, Luisber Santiago, un genial actor que cada vez que abre la boca se gana al público. Los dos jóvenes viven sus primeras experiencias fuera del nido, conocen por primera vez el amor, y se sorprenden ante la libertad, la moralidad abierta y la responsabilidad imperante en un país en aquella época (y en esta, que todo hay que decirlo) tan avanzado como Suiza.
Ellos abren la espita de los recuerdos en Martin y Pilar, su mujer (Nieve de Medina, siempre acertada), que con la excusa del bautizo del hijo de Marcos (Javier Gutiérrez, gigante como siempre) emprenden también viaje al idílico pueblo suizo en el que vivieron durante bastantes años. Allí, Martin se reencuentra con Hanna, la dueña del hotel (magníficamente interpretada por Isabel Blanco) y resurge entre ellos de nuevo una chispa.

No hace falta ver la primera parte, “1 franco 14 pesetas”, para disfrutar plenamente de esta nueva entrega escrita y dirigida por un Carlos Iglesias que crece, como director y como intérprete, en cada nuevo trabajo. No estoy de acuerdo tampoco hoy con las críticas de la ficha de Film Affinity. Comentar únicamente que, de ser francesa o de cualquier otra nacionalidad, esta película habría sido galardonada con todos los premios posibles, pero amigos, estamos en España, y tirar piedras contra nuestro propio tejado lleva siendo deporte nacional desde la época en que se pintaron las Cuevas de Altamira.

Situaciones cómicas, recuerdos entrañables, emociones a flor de piel, secundarios de lujo, como un Jorge Roelas que se pone a cantar saetas en medio de la calle sin venir a cuento, o la gigantesca Tina Sainz, una de las esencias de nuestra extraordinaria escuela de actores de todos los tiempos. O como Aldo Sebastianelli, el emigrante italiano, siempre conciliador y con un sentido del humor muy peculiar, que ya participara en la primera entrega. Momentos tristes, como esa especie de obsesión de Pilar por dar a entender a cada momento que la situación en España es perfecta, mientras su marido se plantea la idea de buscar de nuevo trabajo allí. Resultan a veces dolorosas las comparaciones con los personajes suizos, honrados, serenos, tranquilos, maduros e infinitamente más abiertos que nosotros, pero es lo que hay.

Antes de que se encendieran las luces pensaba que iba a escuchar a la salida comentarios del tipo “pues vaya manera de pintarnos a los españoles”, o “tampoco era para tanto”, pero no, me he equivocado. Todo el mundo salía con una sonrisa dibujada en la cara, y más de uno con los ojos brillantes. Son positivas estas miradas hacia el interior de nosotros mismos, y Carlos Iglesias se está convirtiendo en un maestro en hacer eso, en una referencia imprescindible para conseguirlo sin complejos, sin prejuicios y con humildad. Somos así, como nos pinta, y tomar conciencia de ello es el primer paso, bajo mi punto de vista, para poder mejorar. Pablo y Juan, los dos muchachos, los dos apóstoles, como dice una de las chicas a las que conocen, empiezan a mostrar otra forma de ser diferente a la de sus padres, y más lejana todavía de la de sus abuelas, dos personajes más que peculiares.


No dejéis de verla. De vez en cuando hay que darle una oportunidad al cine español, y esta película es una ocasión inmejorable para ello.

lunes, 31 de marzo de 2014

Guillaume y los chicos... ¡A la mesa!

Nos llega de Guillaume Gallienne esta película, escrita, dirigida e interpretada por él mismo, sobre su propia vida. Más narcisismo, imposible.

El tráiler pintaba bien, como siempre. No os dejéis engañar. Las mejores escenas ya las habéis visto en ese minúsculo visionado de apenas dos minutos. El resto es el resultado del deseo del protagonista de exorcizar sus propios fantasmas, sus traumas infantiles, provocados por una familia que desde pequeño le tacharon de maricón (así, como suena), mariquita, negado para los deportes, nenaza…

Todo el metraje está compuesto de una serie de topicazos, no sólo relacionados con la ambigua tendencia sexual del protagonista, sino con una visión del mundo mediocre, chabacana y que en algunos momentos provoca casi inmediatamente el rechazo. Al principio, esta especie de niño mimado no madurado viaja a España, a La Línea de la Concepción. Mejor ahorraros la imagen que da en la película de esa zona y de los españoles en general, porque hasta yo, que no soy andaluz, me he sentido ofendido. Después, ese rechazo inicial se mitiga cuando trata de igual forma, superficial y llena de clichés, a ingleses y alemanes.

Lenta, delirante, con escenas de una pretenciosidad que raya la demencia, los ochenta y cinco minutos se convierten como por arte de magia, en la conciencia del espectador, en una duración mucho más larga. Comentar, a modo de anécdota, que mi santa, tan aficionada al cine o incluso más que yo, se ha dormido en mis brazos durante un buen rato, perdiéndose, gracias a Morfeo, algunas de las escenas más homófobas que he visto en mi vida. Resulta patético mostrar como el premio de su vida, la meta feliz finalmente alcanzada, el hecho de tomar conciencia de su condición de heterosexualidad.

Me parece indignante, a la vista en el momento de escribir este comentario de la ficha de la película, que se haya llevado tantos premios, entre ellos el César a la mejor película. Da la impresión de que algún iluminado que no tenía otra cosa mejor que hacer, puso en algún momento sobre la mesa una enorme cantidad de dinero, para que esta especie de desarraigado emocional vomitara sobre la pantalla su cuando menos fallida filosofía de vida. Un ajuste de cuentas, con pretensiones de comedia, sin gracia ninguna salvo en dos o tres destellos de originalidad.

"Obra maestra", "divertida y original", "humor ácido", "inteligentemente construida"… En la ficha de Filmaffinity he podido leer todo eso, escrito por unos cuantos críticos. Una de dos: o no han visto la película y se apuntan al carro de las primeras valoraciones, o están hablando de otra película. Las primeras valoraciones, escritas por periodistas franceses, son extraordinarias, como siempre. Ellos defienden a muerte lo suyo. Pero en esta ocasión, el producto no es defendible.

Chabacano, zafio, hiriente en ocasiones, que no agrio, como dice alguno, y por supuesto, nada irónico. No he visto ninguna manifestación del colectivo homosexual, pero no tardará en aparecer, supongo, porque la película no les trata precisamente con respeto.

¿Qué está pasando en Francia? Antes se realizaban películas de este pelaje en el país vecino, pero ni por lo más remoto resultaban tan alabadas como lo está siendo esta y otras similares. Probablemente este individuo sea muy conocido y respetado en su país, pero desde luego no tiene nada que ver con otros realizadores mucho más prestigiosos. ¿Dónde ha ido a parar la calidad y el buen criterio de los directores franceses?


Ahorraos el dinero de la entrada. Al menos a nosotros nos ha salido barato, con esto de la fiesta del cine, pero el tiempo perdido bostezando y cabreándome no me lo quita nadie…

jueves, 20 de marzo de 2014

Her

De la mano de Spike Jonze nos llega esta singular película de más de dos horas de duración que, gracias al tempo, a un guión sólido, con momentos de verdadera genialidad, y a las novedades que aporta, se nos pasa en un suspiro.

La historia transcurre en un futuro más o menos lejano, en una ciudad que a veces parece irreal, llena de colores pastelosos y ambientes asépticos, en la que la gente camina aislada, hablando o mirando sus teléfonos y sus gadgets preferidos. Theodore, (Joaquín Phoenix), un hombre de mirada melancólica, con un trabajo y una vida melancólicos (escribe cartas sentimentales a mano para sus clientes y navega en medio de un proceso de divorcio) adquiere un sistema operativo basado en la inteligencia artificial, que va aprendiendo y evolucionando con la persona que lo utiliza. En la primera sesión, Theo elige, de forma casi impremeditada, que el sexo del sistema sea femenino. Comienza así una curiosa relación, entre un hombre que a veces parece una máquina y un ordenador que cada vez parece más mujer. Samantha, que así ha elegido llamarse el sistema (en una graciosa escena en la que Theo le dice que tiene que tener un nombre y ella contesta “Samantha” al instante, tras analizar ciento ochenta mil nombres en dos décimas de segundo), evoluciona a pasos agigantados, captando lo mejor y lo peor del complicado entramado emocional de un ser humano. Sus conversaciones con Theo son cada vez más profundas. Es inevitable que los dos se enamoren.

Cuando vimos el tráiler y leímos la trama, la cosa se quedó ahí. “Un hombre que se enamora de una máquina”, y ya está. Las perspectivas no eran muy halagüeñas para decidirnos a ir a verla, entre otras razones porque a mi santa le cae el Joaquín Phoenix como una patada en los mismísimos. Al final la hemos visto, y nos ha encantado. La película es más, mucho más, que la curiosa relación entre un hombre y una máquina. Nos habla de sentimientos, de emociones cambiantes, de la fragilidad de la mente humana, capaz de enamorarse y estar enamorada durante ocho años y desenamorarse en un instante (“el amor es una disfunción psicológica socialmente aceptada”, dice la amiga de Theo, una Amy Adams increíble). Nos habla de recuerdos, de ensoñaciones,  de la importancia que para nosotros tiene el pasado, “que no es más que una bella historia que nos contamos a nosotros mismos”. Y todo ello en un ambiente perfectamente conseguido, intimista, entre romántico e hipnotizador.

La música ayuda mucho a crear una atmósfera sugerente. Salvo alguna escena concreta hacia la mitad del tercer tercio de la película, que se hace un poco lenta, el resto transcurre con fluidez gracias a todos los ingredientes convenientemente mezclados.

Bajo mi punto de vista la película no es clasificable, lo que la hace realmente grande. Podría decirse que es de ciencia ficción, o de drama psicológico, o de comedia romántica, o comedia a secas o incluso romántica a secas, pero pertenece a cada uno de esos géneros, y a todos al mismo tiempo. Te da que pensar, y disfrutar de los innumerables momentos de genialidad que muestra. Resultan inolvidables los episodios en los que Theo juega en su casa a un videojuego en el que parece un niño azul, cabezón y malhablado, que despierta las risotadas inevitables de los espectadores, o el videojuego de la “madre coraje” en el que trabaja Amy Adams. Resultan entrañables las cartas que escribe, teóricamente a mano pero en realidad en el ordenador, para clientes que contratan los servicios de su empresa para transmitir sentimientos a sus parientes más cercanos.





Una película altamente recomendable que no dejará indiferente a nadie, tanto por su trama principal como por todo lo que la rodea.

miércoles, 5 de marzo de 2014

"Philomena", de Stephen Frears

Otra sesión de buen cine, del que te mantiene pegado a la butaca, a veces con una sonrisa, y otras con un encogimiento del alma. Philomena, magistralmente dirigida por un Stephen Frears que no defrauda nunca, ni como actor como director (Los amigos de Peter, Mi hermosa lavandería, The queen, La camioneta, Café irlandés, Mr Henderson presenta…), nos relata la historia de una mujer a primera vista sencilla, interpretada por Judi Dench de forma magistral, que busca al hijo que le arrebataron cuando estuvo interna en un convento de Irlanda. En su trayectoria se cruza con Martin Sixsmith (Steve Coogan en el papel probablemente más sólido y digno de admiración de toda su carrera), una especie de asesor gubernamental caído en desgracia por no se sabe qué razones (da la impresión de que no lo saben ni los mismos guionistas) que tiene que ejercer su olvidada carrera de periodista para poder ganarse la vida de algún modo.

Basada en la historia real de Philomena Lee, que estuvo buscando a su hijo durante cincuenta años, la conmovedora y en ocasiones dura historia se desarrolla de forma ágil y fluida gracias a un guión magnífico, en el que los dos personajes, aparentemente contrapuestos, exponen cada uno sus ideas sobre los grandes temas de la vida con frases ingeniosas y momentos inolvidables. Como muestra, la categórica frase de Judi Dench en el avión: “La gente que vuela en primera no tiene porqué ser necesariamente gente de primera”. La humildad y sencillez contrasta profundamente con la del periodista, acostumbrado a un alto nivel de vida que por las circunstancias de su trayectoria parece habérsele escurrido entre los dedos.

La ambientación, perfecta, de la época de Philomena en el convento, pone la carne de gallina en cada una de las escenas. Frears se ha ganado a pulso la categoría de mejor director en dramas humanos, por la gran carga de emotividad y sentimientos con que sabe dotar siempre a sus personajes. Las imágenes de cine familiar en las que aparece el hijo de Philomena, cuidadosamente distribuidas a lo largo de la película, provocan el silencio absoluto de la sala y alguna que otra lágrima.

Me ha parecido más que inteligente el enfoque que Frears le otorga a un problema que a priori podría resultar anti religioso o cuando menos anticatólico. El tema de los niños robados, que en este caso además se plantea como un simple negocio, podría despertar suspicacias en ese sentido. Nada más lejos de la realidad. En el convento existen monjas crueles, pero también amables, cariñosas y comprometidas con la condición de mujer. No es un ataque contra la fe católica, porque además Philomena es la primera en abanderar esa fe como parte integrante de su vida. Se trata de personas, que actúan según su filosofía de vida independientemente de la fe que profesan. Dudo que al verla alguien se sienta ofendido, a pesar de lo delicado del asunto, como ya he dicho.

Una buenísima película, de las que hacen afición, con dos actores que se meten tanto en los personajes que parecen haber sido ellos mismos los protagonistas reales de la historia. Judi Dench puede interpretar tanto a la misma reina Isabel de Inglaterra como a la humilde Philomena, lo que no demuestra otra cosa que su enorme grandeza como actriz.

No dejéis de verla. No os dejéis engañar por el cartel publicitario, para mi gusto demasiado colorista y que podría incitar a pensar que se trata de una obra menor. Es de esas películas de las que uno sale con la impresión de haber visto algo importante, y probablemente con ideas renovadas sobre cuestiones que, mal planteadas, provocan el rechazo inmediato o una adhesión inquebrantable por motivos que poco o nada tienen que ver con la calidad humana de las personas como individuos, no como pertenecientes a uno u otro credo.


Ahora ya sólo falta leer el libro en que se basa la película, escrito por el mismo Martin Sixsmith. Cuando una película consigue que te entusiasme la idea de seguir investigando sobre ella, es que ha alcanzado casi la perfección.



domingo, 26 de enero de 2014

"La gran belleza", de Paolo Sorrentino




Otra lección de Gran Cine, de ese que te deja con la sensación de haber asistido a un gran espectáculo, tanto visual como emocional, de la mano en esta ocasión de Paolo Sorrentino. Había visto un reportaje sobre ella en televisión y me picaba la curiosidad, y más cuando un buen amigo de FB, Juanjo Díaz Tubert, la recomendó en un comentario. La vi en versión original, y ya desde la primera escena me recosté en la butaca, dispuesto a disfrutar.

Tras la tranquilidad de ese primer episodio, que parece querer decirnos que es posible sucumbir a la belleza (ya le ocurrió a Stendhal, dando pie a ese síndrome que lleva su nombre), Sorrentino cambia por completo de registro y nos mete de lleno, con toda contundencia, en una especie de videoclip, encaminado a presentarnos a Jep Gambardella, soberbiamente interpretado por un enorme Toni Servillo, un personaje a priori gamberro, bon vivant e iconoclasta, pero también profundo, reflexivo, de alguna manera vitalista... En cierto momento de su vida, al llegar a Roma, y seguramente debido a la frustración por algo que perdió en su juventud y que no descubriremos hasta el final, se convirtió por propia voluntad en “el rey de los mundanos”, como nos confiesa en uno de sus paseos matutinos por la orilla del Tíber.

Jep vive intensamente la noche de Roma, rodeado de amigos y conocidos de la alta sociedad tan aparentemente vacuos y superficiales como él. Reside en un ático justo al lado del Coliseo, impresionante, con una terraza desde la que se contempla la belleza de la ciudad. La misma belleza que nos descubre Jep en cada uno de sus paseos matutinos de vuelta a casa, tras noches de copas en las que bebe “lo suficiente para pasarlo bien, pero no lo bastante como para que le siente mal”. Es durante esos paseos, cuando nos damos cuenta de que el bueno de Jep no es tan golfo como parece, que su alma vibra ante la belleza. Ya desde la primera frase se hace querer:

“los coños, contestaban mis compañeros. El de las casas donde viven personas mayores, contestaba yo. La pregunta era “¿cuál es el olor que más te gusta? Desde aquel momento me di cuenta que mi camino era el de la sensibilidad, que no podía ser otra cosa que escritor”. Es un escritor que le dio al mundo una obra maestra muchos años atrás, y que parece decidido a no volver a escribir. Jep acepta su mundanidad, y es consciente de ella. Se enfada cuando alguien perteneciente a su círculo trata de falsear la realidad de sus vidas, de justificar con razonamientos y desprecio a los otros la propia trayectoria. En una conversación memorable en la terraza de su ático, disecciona casi con crueldad y una tremenda ironía, en un discurso que me recordó en gran medida el de Leopoldo María Panero frente a su madre y su hermano en ese otro monumento cinematográfico que es “El desencanto”, las ínfulas de una amiga que se ve a sí misma como una mujer comprometida, escritora de éxito y madre modelo.

La película me recordó tres obras maestras de Fellini. La primera, “La Dolce Vita”. Jep tiene bastante de Marcello. Le gusta el lujo, la noche, el desenfreno, y no puede disimular cuando algo le aburre. “Ocho y medio” también se muestra en bastantes ocasiones, y sobre todo, para mi gusto, esa película casi desconocida, “Roma”, en la que la misma ciudad se convierte en personaje, como en esta, a través de mágicas escenas, muy fellinianas también, que no dejarán indiferente tanto al que conozca la ciudad eterna como al que no. Inolvidables la jirafa, la niña perdida, los flamencos en la terraza o el personaje de Stéfano, que guarda en su maletín las llaves de los palacios más bellos de Roma, simplemente porque es digno de confianza de las princesas que los habitan. Inolvidables las escenas de los que viven de la nostalgia, nobles que lo perdieron todo en su infancia, y que alquilan su presencia para cenas importantes. Inolvidable la editora de Jep, grotesca a priori y magnífica cuando habla, como cuando le llama “Jepino” al escritor, y ante la sorpresa de este, le dice “te he llamado Jepino porque el deber de un buen amigo es hacerte sentir de vez en cuando como un niño”.

Jep es como un círculo infinito de mundanidad y sensibilidad que se manifiestan cada día. Abre la película con esa frase mágica y la cierra con otra que hace reflexionar, y mucho, al que la escucha. La película transmite serenidad, esperanza y una gran paz, al tiempo que te hace admirar el placer de la belleza por sí misma, de la belleza en las pequeñas cosas, como una estatua de mármol, la rendija en un jardín o una monja recogiendo los frutos de un árbol. Ni podéis ni os la debéis perder. Daos prisa, porque es una de esas pequeñas joyas que desaparecen de las pantallas en poco tiempo. Os dejo con la última frase de Jep, un hombre que se quedará grabado para siempre en vuestra memoria:


“Así termina todo. Pero primero, ha habido una vida, escondida bajo el bla, bla, bla… Todo está resguardado bajo la frivolidad y el ruido. El silencio, el sentimiento, la emoción, y el miedo. Los demacrados e inconstantes destellos de belleza, la decadencia, la desgracia, y el hombre miserable. Todo sepultado bajo la cubierta de la vergüenza de estar en el mundo. Bla, bla, bla…En otros lugares, hay otras cosas. A mí no me importan los otros lugares. Así pues, que empiece la novela. En el fondo, es sólo un truco. Sí, sólo es un truco”

domingo, 8 de diciembre de 2013

Le week end


De nuevo el juego sucio del tráiler engañoso. “Parece interesante”, piensas cuando lo ves, pero nada más lejos de la realidad. Se trata de una película vacía, pretenciosa, con delirios de grandeza, en la que una extraña pareja de profesores ingleses decide pasar su treinta aniversario en París, ciudad a la que viajaron al casarse. Resulta penoso asistir a los patéticos esfuerzos de Nick (Jim Broadbent) por conseguir aunque sea un solo beso de su mujer, Meg (Lindsay Duncan), una persona bipolar que parece encontrar un placer casi sensual en martirizar física e intelectualmente a su marido. Los toques inquietantes de un descafeinado sadismo y masoquismo por parte de uno y otro no llegan a cuajar nunca, y se introducen simplemente para aportar un elemento aparentemente inquietante que no llega a nada, como todo lo demás. La trama, insulsa, y en la que el director, Roger Mitchell, ni siquiera es capaz de aprovechar el potencial fílmico de una ciudad tan encantadora como París, transcurre entre encuentros y desencuentros, risas y lágrimas, frases hechas y actitudes pseudointelectuales de los dos protagonistas que parecen anticipar algo que nunca termina de llegar. Es decir: no pasa nada.
El encuentro con Marcus (Jeff Goldblum), un antiguo alumno de Nick que ha triunfado con sus libros, parece que va a aportar al marasmo de aburrimiento al que estamos asistiendo hasta ese momento. Y así es. Es en la escena de la cena en su casa, en la que Nick confiesa que es un alfeñique, cuando compruebas que la película tiene sentido, y que toda ella se ha montado, con un resultado mediocre, para llegar a esta escena. El profesor se sincera, y de inmediato se gana el respeto de todos, incluido el de su mujer. El alfeñique es respetado al declarar su condición de alfeñique, esa podría ser la conclusión, y el leit motif de toda la película.
En el programa de la 2 de críticas de cine comentaron ayer que Roger Mitchell es un ferviente admirador de Godard. Acabáramos. Entendí entonces gran parte de los diálogos entre los dos personajes en la habitación del hotel que, si en Godard resultaban innovadores y atrevidos (véase “a bout de soufflé”), en su rendido admirador no dejan de ser pedantes, pretenciosos y faltos de sustancia. No se puede imitar el genio, y menos cincuenta y tres años después, sin aportar aunque sólo sea una pizca de personalidad propia. Una película supuestamente intelectual no se sostiene únicamente con citar a Proust o a Kant. Eso está ya muy visto.
Lo único que se salva es la música, y el curioso homenaje del final a otra película de Godard, La bande a part”, con el sugerente bailecillo. Aquí os dejo el original, que desde luego no tiene desperdicio:
En serio, gastaos los nueve euros de la entrada en algo más interesante. No os arrepentiréis.