sábado, 17 de diciembre de 2011

Precious

Cuando la estrenaron en cine no fui a verla. De forma intencionada, todo hay que decirlo. Una película que trataba de una chica negra con sobrepeso, cargada de problemas… La verdad es que por aquel entonces tampoco estaba yo mucho por la labor de contemplar dramas. Pero siempre me quedó la duda, esa especie de resquemor que me produce la sensación de haberme perdido algo interesante. El otro día la pusieron en la 2 de Televisión. Mi estado de ánimo estaba preparado. Es siempre el estado de ánimo el que marca la pauta de las películas que veo. ¿No os ocurre lo mismo a vosotros? Existe una gran mayoría de personas que dicen “me gustan los dramas”, a las que otras responden “ah, a mí no. Bastante triste está la vida, como para meterte al cine a ver un drama. A mí, comedias, comedias”. Otros dicen “donde esté el cine de acción…”, sentencia ante la que los más frikis alzan el dedo “acción, sí, pero con efectos especiales”. A mí me gustan las comedias, los dramas, las películas de acción, con o sin efectos especiales, las de terror…Todas las que tengan algo que decir. Siempre en función del estado de ánimo, por supuesto. ¿Quién no ha disfrutado de “El guateque” en una reunión de amigos? ¿Quién no ha llorado con “Cinema Paradiso”, por ejemplo, a solas en una tarde invernal, de esas en la que no nos apetece salir de casa? Mi estado de ánimo el jueves por la noche era ese, estaba preparado para disfrutar de un buen drama. Vi “Precious”… Y no me arrepentí, os lo aseguro. Disfruté de ella.
“Precious” contiene un universo de matices en su interior. Partiendo de la premisa de la sórdida existencia de Claireece “Precious” Jones, una chica de 16 años extremadamente obesa y analfabeta, el director Lee Daniels consigue transmitir los sentimientos y las emociones de todo buen drama, pero además transmite valores, esperanza, alegría de vivir, y sobre todo, lo más complicado de toda buena película, a mi modo de ver: la sensación de no estar perdiendo el tiempo ante la pantalla del televisor, de estar contemplando algo grande, importante, que no es otra cosa que un maravilloso canto a la autoestima.
Con una maestría que pudimos encontrar también en “Bailando en la oscuridad”, ese soberbio drama que rodó Lars Von Trier antes de que se le fuera completamente la olla, Lee Daniels se evade de la realidad de vez en cuando, con escenas, basadas casi siempre en los sueños de Precious, que ya valen el óscar por sí mismas. En esos momentos de delirio, llenos de glamour y flashes de cámaras, la protagonista sale de su mutismo y se ve a sí misma como una estrella. En otra escena, digna de pasar a los anales de los momentos más simpáticos del cine, ella y su madre sustituyen a la Sofía Loren y a su hija de “Dos mujeres”, blanco y negro incluido.
Precious frecuenta dos mundos absolutamente opuestos. Por un lado, la sordidez de la casa que comparte con su madre, Mary, un personaje que transmite tanta maldad, quizás un poco exagerada, que demuestra la magistral capacidad de la actriz que lo interpreta, Mo´Nique, prácticamente desconocida en nuestro país, pero muy valorada en Estados Unidos. La atmósfera del hogar, por llamarlo de alguna manera, de Precious y su madre, es oscura, irrespirable, sofocante. Casi se puede percibir el denso aroma de esos pies de cerdo con judías, o los grasientos trozos de pollo que parecen estarse cocinando continuamente en la casa, y que se nos muestran de vez en cuando con toda su carga de colesterol en vena. El primer mazazo lo recibimos cuando la madre le arroja a Precious un objeto a la cabeza que la deja inconsciente.
Sabemos que Precious tiene una hija, pero no vive con ellas. La inquietud se empieza a instalar en nuestra conciencia. ¿Dónde está la niña? Hacia la mitad del metraje se nos cuenta que vive con la abuela, que no puede ni ver a su hija, la madre de Precious, porque la tiene miedo.
Es así, a base de pequeños retazos en el instituto, en la calle, en un hogar tan siniestro como el de “Carrie” (y con una madre parecida), como nos vamos sumergiendo poco a poco en el primer mundo de Precious, en el siniestro, y como, además, y ese es el gran acierto del director, la vamos queriendo cada vez un poco más.
El otro mundo de Precious, el que descubre cuando la expulsan del instituto, es la escuela secundaria a la que acude para aprender a leer y a escribir.
Una de las sensaciones más curiosas que transmite la película, al menos a mí, es que estando hecha por negros, en un entorno de negros como es el barrio de Harlem, no parece en absoluto una película de negros, ni para negros, y me explico antes de que se me acuse rápidamente de racista: Spike lee hace un cine exclusivamente para negros, en el que reivindica su naturaleza, exaltando su forma de ser. Personalmente, veo más racismo en el cine de Spike Lee que en “La cabaña del tío Tom”, por poner un ejemplo extremo. Hay algunos directores que reivindican el antirracismo (American History X). El caso es que en todas esas películas se percibe desde la lejanía que el negro es diferente, y en Precious no. Lee ha conseguido derribar la barrera, blancos y negros nos resultan absolutamente iguales, a Precious no le ocurren las cosas porque sea negra, sino porque es adolescente, con sobrepeso, y analfabeta, y sobre todo porque sus padres, los dos, están mentalmente enfermos. Es un matiz importante. Su madre no es imbécil, machista y fracasada porque sea negra, sino porque es imbécil, machista y fracasada. Fracasada como madre, pero más fracasada como mujer, con una absurda obsesión que culpa a su hija de haberle robado “a su hombre”, cuando la realidad es que el padre de Precious era un ser tan despreciable como para violar a su hija desde que tenía tres años. A partir de la madre de Precious podría escribirse todo un tratado psicológico de las relaciones humanas. Su absoluto desprecio por su hija y sus nietos, el rencor ante su manifiesta incapacidad de controlar su propia vida, su pereza, su codicia… Todo en ella nos hace odiarla profundamente desde el primer momento.
Precious comienza a ver la luz cuando acude a la escuela secundaria en la que empiezan a enseñarle a leer. Ella misma lo dice desde el primer momento: aprende en un día más que en todo el tiempo que lleva en el instituto. Por primera vez en su vida levanta la mano y habla en clase. Percibimos, al mismo tiempo que ella, que algo está cambiando. Sus compañeras de viaje en esta nueva singladura vital constituyen el descubrimiento probablemente más simpático de la película: chicas de su edad, asistentes a la escuela, a cual más estrafalaria, pero magníficas personas, como se irá viendo a lo largo del metraje, que evolucionan al ritmo marcado por la señorita Rain, la profesora.
Otro gran acierto del director consiste en dotar a los personajes interpretados por Mariah Carey y Lenny Kravitz de la suficiente personalidad y hondura psicológica como para hacernos olvidar completamente que estamos ante Mariah Carey y Lenny Kravitz. Especialmente ella, que interpreta a la asistente social que lleva el caso de Precious, transmite perfectamente el estado de ánimo de una asistente social acostumbrada a que la miseria y la sordidez de la vida le salpiquen a la cara todos los días. Parece cansada, pero conserva sus valores. Parece despreciar a Precious, pero la quiere de verdad. También es digna la interpretación de Lenny Kravitz, en el papel de un enfermero al que las compañeras de Precious le tiran infructuosamente los tejos, en una deliciosa escena, cuando visitan a su compañera tras dar a luz a su segundo hijo.
La explosión vital de Precious hacia el final de la película vale por sí sola la visión de la misma. Es en ese momento cuando percibimos lo que hemos visto como un canto a la autoestima, una autoestima que trata de abrirse paso en el alma de la chica, a pesar de los denodados esfuerzos que su madre ha invertido durante toda la vida para aplastársela. Precious toma conciencia dolorosamente de su superioridad con respecto a una madre con la cabeza llena de mierda, y decide volar por sí misma. La entrevista que mantienen Precious y su madre frente a la asistente social resulta magnífica, con esas esporádicas tomas de las manos de la madre, a la que la asistente consigue conducir con habilidad a un callejón sin salida.
Una maravilla del séptimo arte que no se debe dejar escapar.