domingo, 28 de febrero de 2010

Agallas

“Agallas”, de los directores Samuel Martín Mateos y Andrés Luque Pérez, es otro de esos escasos ejemplos que demuestran que el cine español no tiene porqué nutrirse únicamente de depresivos dramones en los que se refleje “la insoportable sordidez del alma española” (tipo “La soledad”), de infumables y pretenciosos episodios en los que unos cuantos niñatos que se creen actores, aunque ni siquiera sepan hablar, juegan a hacer de delincuentes más o menos modernillos, o de folclóricas representaciones de ese falso universo almodovariano que se empeña en hacernos volver a la edad de piedra. “Agallas” se limita a contar una buena historia, con una trama muy entretenida, que avanza in crescendo acaparando hasta el final la atención del espectador. Sin otro ánimo que el de hacer buen cine, el plantel de profesionales que se ha juntado para la confección de la película consigue un producto casi perfecto, digno de competir con los mejores trhrillers. Los dos directores llevan muchos años en el mundo de la realización, los actores son magníficos (Carmelo Gómez, interpretando al singular Regueira, se consolida en este título para mi gusto como el mejor actor español del momento), y el redondo guión de Juan Antonio Gil y Javier Echaniz cautiva desde el principio. Con estos mimbres, parecía difícil a priori hacer una película que no resultara cuando menos digna, pero es que “Agallas” es algo más que eso.



Sebastián , un delincuente de chándal y navaja, sale de la cárcel, y lo primero que hace es visitar a su tía para robar el dinero que la pobre mujer esconde en la pata de una banqueta. Hugo Silva borda un personaje muy bien conseguido, tan ambicioso como el protagonista de “El precio del poder” (resulta inevitable pensar en algún momento que Sebastián ha visto esa película en el penal de Ocaña, del que acaba de salir), pero casi al límite de la normalidad mental. Cuando su tío Paco le embarca en un autobús con rumbo a Galicia, tiene la oportunidad de conocer a Regueira, propietario de una industria pesquera que sirve de tapadera a un negocio de tráfico de drogas.



Gracias a una inocente trampa que le tiende a Raúl, el encargado de Regueira, Sebastián empieza a trabajar en “Isolina”, la empresa pesquera. Raúl está interpretado por Celso Bugallo, el de “Los lunes al sol”, un extraordinario actor que debería prodigarse más en nuestro cine. Utilizando al maduro encargado como trampolín, Sebastián consigue finalmente entrar en contacto con Regueira y con su lugarteniente Antonio (Carlo Sante, todo un descubrimiento por mi parte). A partir de ese momento, comienza la subida de Sebastián, y sin que él mismo pueda controlarlo, su destino.



“Agallas” es una película que destila humor negro del más inteligente, suspense, inteligencia, mala leche, juego al despiste, inocencia (representada sobre todo por el pobre Sebastián) y la absoluta falta de escrúpulos de Regueira. Se asemeja bastante a “El precio del poder” en su planteamiento, pero pasado por el tamiz de las mariscadas, el albariño y las angulas. Siempre resulta fascinante la figura del narcotraficante gallego, amigo del buen comer, de la ostentación entre sus paisanos, y amante de su familia, pero si a ese narcotraficante le interpreta además un Carmelo Gómez en estado de gracia (ojalá que nunca se le ocurra a este hombre la peregrina idea de irse a triunfar a Hollywood), obtenemos un personaje digno de recordar.



Sebastián y Regueira representan dos tipos de delincuencia diferentes, dos formas de ver la vida que, aunque a priori parecen similares, resultan en realidad diametralmente opuestas. Sebastián es cutre, desdentado, inculto, medio tonto. Abusa de los que son más débiles que él (su tía, Raúl), pero se acojona cuando alguien le planta cara. Hasta del marido de su tía tiene miedo, el pobre. Quiere llegar a lo más alto, pero no sabe muy bien cuál es el camino. Parece conformarse cuando Regueira le viste de limpio (memorable escena la de su paseo por la calle estilo Tony Manero, con traje nuevo), o con sonreír a los socios de Regueira mientras estos le observan recelosos, sin saber muy bien si están ante un peligroso pistolero o ante un simple cretino. Con su inteligencia patética y carcelaria, no duda en intentar dejar embarazada a la hija de su jefe, para casarse con ella y blindar así de alguna manera su contrato con Regueira. Tampoco duda, para ganarse la confianza de Isolina (el nombre de la hija de Regueira), en amenazar y humillar al pretendiente de ésta, un dentista con sobrepeso que le arregla a Sebas la dentadura por orden del jefe supremo.



Regueira es de otra pasta. Elegante, más o menos educado, de vuelta de todo, con experiencia en casi todo... y sin un solo escrúpulo a la hora de manejar sus negocios y su vida. Las frases que nos regala a los espectadores de vez en cuando son tan profundas y fascinantes como las de Jack Nicholson en “Infiltrados”, de Escorsese. “Más Prozac y menos Balzac”, le dice con cariño a su hija. “Nadie tiene amigos”, a Sebastián. Y la estrella, la frase que a mi juicio debería figurar en cualquier buen tratado de filosofía: “las agallas son importantes, pero a la larga son más importantes las escamas”, también al bueno de Sebastián. Regueira se mueve entre sus socios con desparpajo, con ironía, con carisma. Es sin duda el que controla la situación, el que juega sus cartas cuándo y como le da la gana. Es Regueira el que nos proporciona esas inesperadas sorpresas, a cual más inteligente, que van salpicando la trama hasta el mismo final. Resulta imposible intuir el soberbio desenlace. Al mejor estilo de películas como “Once eleven”, “El golpe” y muchas otras, la trama nos envuelve poco a poco, hasta dejarnos clavados en el asiento con la boca abierta. Nada es lo que parece. Los personajes más anodinos pueden resultar importantes en esa cortina de codicia y falta de escrúpulos que envuelve a Sebastián sin que el pobre sea capaz de enterarse de nada.



Dos delincuentes diferentes, dos generaciones de actores para cada uno de ellos. Carmelo Gómez, impresionante, Hugo Silva, en el buen camino. Cine español que no lo parece, a tenor de lo que suelen ensalzar los despistados popes de la academia. Una película tan digna, o incluso más para mi gusto, que la tan aclamada “Celda 211”. Un canto a la esperanza, a esa esperanza que mantenemos viva unos cuantos espectadores que no comulgamos con la mediocridad creativa que suele desplegarse en nuestro cine. Queremos más películas como “Agallas”, como “Celda 211”, como “El otro lado de la cama” (para que nadie piense que sólo disfruto con películas de delincuentes). Queremos películas como ésta, que sean capaces de recuperar esa ironía que destilaban las películas del mejor Berlanga (“El verdugo”, “Calabuch”...), que se mantengan desnudas de pretensiones políticas, morales o revanchistas. Películas, simplemente, que nos hagan disfrutar de una sesión de buen cine, y que, cuando acaben, nos hagan sonreír y decirnos a nosotros mismos “que bien me lo he pasado, cuanto me he reído, y qué poco me esperaba este magnífico final”. “Agallas” es precisamente un digno representante de este tipo de películas. Os la recomiendo encarecidamente.

viernes, 19 de febrero de 2010

Shutter island

Con algunos directores de cine nos sucede lo mismo que con nuestros platos favoritos. Podemos experimentar los diferentes matices con que lo preparan en uno u otro restaurante, pero sabemos de antemano que nunca nos va a defraudar. Martín Escorsese es uno de esos directores. Con “Shutter Island” se ha ganado a pulso un puesto de honor en uno de los géneros de cine más complicados que existen, el del thriller psicológico. Demuestra otra vez que es un auténtico maestro, que domina a la perfección el tempo, la tensión, y todos y cada uno de los elementos destinados a crear en el espectador una especie de angustia que va in crescendo a medida que avanza la película.



Todos sentimos un desasosiego especial ante este tipo de películas. Creo que se debe a que cuando se nos muestra en pantalla un centro de enfermos mentales, tomamos conciencia de la fragilidad de la mente humana. El cerebro, capaz de las mayores proezas, puede convertirse en nuestro peor enemigo cuando se rebela contra nosotros, y ninguno está libre de que el día menos pensado “se le crucen los cables”, como se dice coloquialmente. Escorsese nos muestra personajes atormentados, cuyo peor enemigo es precisamente su cerebro deteriorado, capaz de crear las peores pesadillas. Madres que ahogan a sus propios hijos, enfermos que salen de su encierro y apuñalan a tres personas en una taberna... Escorsese no escatima recursos a la hora de mostrarnos lo más intrincado de la mente humana, su lado más oscuro, ese lado que inspiró a los nazis a cometer las atrocidades que contempla el detective Teddy Daniels (Leonardo Di Caprio) cuando llega al campo de concentración de Dachau como soldado americano.



Desde el mismo comienzo se masca la inquietud. La magistral iluminación que preside la llegada del agente judicial Daniels y su compañero Chuck Auel (Mark Ruffalo) a la isla, nos previene de que vamos a asistir a un espectáculo lleno de tensión. A medida que avanza la trama, la tensión aumenta en forma proporcional. La entereza inicial de los dos agentes se va desmoronando minuto a minuto, mientras pasan de ser los que parecen dominar la situación, a dos cautivos más del maléfico doctor John Cawley, magistralmente interpretado por el siempre correcto (y en esta ocasión, enigmático) Ben Kingsley. La razón que lleva a Di Caprio y Ruffalo a visitar la isla, que no es otra que la misteriosa desaparición de una peligrosa paciente, recluida en la clínica tras asesinar con frialdad a sus tres hijos en un lago, pasa a segundo plano cuando los agentes empiezan a sospechar que en la isla suceden cosas de mayor trascendencia y calado, relacionadas con los experimentos sobre el cerebro que al parecer está realizando Kingsley con cobayas humanas.



La historia que nos cuenta Escorsese, basada en la novela de Dennis Lehane (que escribió también la magistral “Mystic river”) es sugerente, siniestra, y llena de tensión, y sólo es superada por los elementos, por los aderezos, por así decirlo, que la acompañan. Es en esos aderezos en los que se percibe la mano profesional de un maestro de maestros. La ambientación conseguida para recrear la atmósfera de una institución mental de los años cincuenta es perfecta. A estas alturas, y dada la trayectoria del actor, no creo que nadie sea capaz de imaginarse a Di Caprio vestido con ropa de nuestra época. Salvo “Infiltrados”, el resto de películas de Escorsese en las que aparece (El aviador, gangs of New York y la que motiva esta crítica) se desarrollan en una época pasada. Gran parte de la película transcurre en medio de una tormenta, con su carga de lluvia, viento y ramas de árbol que golpean en ocasiones como latigazos a los dos protagonistas. Ignoro el lugar en el que se han rodado las escenas de exteriores, pero creo que me costará olvidar, como me ocurre con otros edificios terroríficos (el Dakota de “La semilla del diablo”, la casa de Norman Bates en “Psicosis”, y tantos otros), la siniestra silueta del pabellón C, su lóbrego y húmedo interior, que encierra a los locos asesinos más peligrosos, y ese faro oscuro y terrible en cuyo interior se desarrollan al parecer los siniestros experimentos del doctor Cawley. Si los edificios resultan inquietantes, no lo son menos los acantilados que reinan, escarpados y negros, en la parte norte de la isla. Unos acantilados que parecen cobrar vida cuando Di Caprio los recorre.



No se puede decir que la película sea de terror, y sin embargo, provoca terror. A Escorsese no le hace falta utilizar los recursos que explotan hasta la saciedad otras películas del género, como sustos repentinos o sangre a raudales. No. Le basta con emplear una soberbia banda sonora, que sin duda dará que hablar (en este sentido, cabe destacar la inclusión del cuarteto para piano en La menor de Mahler en uno de los momentos más trascendentales de la historia), y una serie de escenas, a cual más estremecedora. Cabe destacar, por ejemplo, el encuentro con el dirigente nazi del campo del concentración, todo el recorrido por el interior del pabellón C, las terroríficas pesadillas de Di Caprio, y algunos momentos que recuerdan las escenas más famosas de “El resplandor”, del maestro Kubrick.



Son innumerables, por cierto, los homenajes que rinde Escorsese a películas del género. Desde la ducha que utiliza Di Caprio, muy parecida a la de “Psicosis”, hasta los ladrillos rojos del pasillo del pabellón C en el que se encierra a los asesinos más peligrosos, cuya imagen nos trae a la cabeza “El silencio de los corderos”, de Demme. Resulta inevitable no pensar en este título en más ocasiones. La tensión inicial de los guardas que custodian la isla, por ejemplo, o la aparición del actor que encarnaba al inolvidable asesino en serie James Gumb (Ted Levine), que mantiene una profunda conversación con Di Caprio sobre la violencia.



Ni puedo ni sabría contaros más sobre la película. Me resulta imposible transmitiros la sensación de agobio que ha conseguido inculcar Escorsese con esta última entrega de su magnífico arte. En algunos momentos, éramos los espectadores los que parecíamos estar recluidos en la siniestra clínica Ascliffe. Sólo puedo recomendaros encarecidamente que vayáis a verla.

miércoles, 10 de febrero de 2010

Mapa de los sonidos de Tokio

¿Cuándo empezáis a daros cuenta, mientras veis una película, de que está rozando los límites de la pretenciosidad? Yo lo tengo más o menos claro, y la verdad es que en ocasiones, ante determinados títulos, he llegado a pasarlo francamente mal, porque yo, ante una película de esa especie, no puedo contener la risa.



Vamos a ver...Vayamos por partes. Amigos, Sergi López es un actor muy peculiar. No sé si es bueno, o malo, o incluso nefasto. He visto películas suyas que me han encantado (generalmente francesas) y verdaderos bodrios, como el que nos ocupa. Al bueno de Sergi (algo que no puede disimular es esa naturaleza de bonachón que le acompaña) hay que saber dirigirle, hacer que se sienta cómodo, y meterle a golpe de calzador a dirigir una vinacoteca en Japón, de nombre “Vinidiana” (me imagino al artífice de la ocurrencia festejando su capacidad mental cogiendo una cogorza hasta el amanecer) no es una buena idea. Al bueno de Sergi no se le puede obligar a pronunciar palabras malsonantes, como “follar”, por ejemplo (creo que no he visto a nadie jamás pronunciar la palabra de forma tan poco natural).



La verdad es que la película no empieza nada mal. Isabel Coixet nos mete de lleno en su versión de Japón, demostrando que se ha documentado con los más fashion del mundo, y que ella lo puede hacer mejor que la Coppola y su “Lost in traslation” (hay un tufillo de imitación, pero lo paso por alto). Para ello nos presenta una escena que parece sacada de un film de Takeshi Kitano, en la que aparece uno de esos restaurantes de leyenda urbana nipona en el que los comensales comen sushi sobre los cuerpos desnudos de despampanantes mujeres occidentales. A uno de ellos le dan una noticia al parecer terrible, y acto seguido monta en cólera. Mucho más tarde nos enteraremos de que su hija se ha suicidado.



Debido probablemente a lo intrincado de la mentalidad japonesa, el japonés la toma con el bueno de Sergi, que era el novio de la chica, y el secretario, motivado sin duda por lo intrincado de la mentalidad japonesa, decide acabar con el bueno de Sergi contratando a una asesina profesional nipona.



Aquí comienza el surrealismo. Resulta que la asesina profesional trabaja en el MercaMadrid de Tokio (algo que debe de ser muy habitual entre los asesinos a sueldo nipones, probablemente debido a lo intrincado de la mentalidad japonesa) destripando atunes y transportando de un lado a otro grandes trozos de pescado. Ya se sabe que a los japoneses les encanta el pescado, y Coixet no iba a dejar de lado este matiz en su película.



Coixet nos muestra la aburrida rutina de la mujer, mediante extrañas escenas en las que un grupo de estudiantes se besa a golpe de megáfono, o discuten de repente formando grupos que se disuelven. No se sabe muy bien si la idea es de Coixet, o se trata de una extraña costumbre japonesa, debido a lo intrincado... Bueno, a partir de ahora escribiré DIMJ, para abreviar. También la saca muy a menudo comiendo nauseabundas bolas blandurrias, rellenas de no se sabe qué, que deben de ser una delicatessen en Japón, pero que en una pantalla dan cierto asco.



Por una extraña razón que se me escapa (probablemente DIMJ), la asesina queda fascinada ante el carisma de latin lover de Sergi (¡!¿?!!), y se enamora hasta las cachas desde el primer momento. El surrealismo va transformándose en puro “Cirque du Soleil” cuando la pareja se va de la manita al hotel Bastille, un lugar que debería convertirse de inmediato en templo máximo de la horterada manifiesta, y es aquí cuando yo, amigos, empiezo a tener que esforzarme para no reírme. En una habitación que imita de mala manera un vagón de metro, Sergi seduce a su fría amiga (fría, sí, desde el principio hasta el final, probablemente DIMJ, o por estar todo el santo día rodeada de atunes), se monta una escena que en algún lugar he leído “de alta temperatura”, y que se trata en realidad de mostrar lo que ocurre cada día en una consulta de Natur-House, y se dedica a soltarle a la chica frases tan profundas como que su fascinación por Japón le viene desde pequeño, desde que veía las películas de dibujos animados. ¿Cabe acaso mayor dosis de superficialidad y pretenciosidad?



La historia se va enfangando. Las visitas al hotel Bastille se suceden, y mi risa explota cuando el bueno de Sergi se tumba en el suelo (para mí que hasta el propio Sergi se estaba literalmente descojonando en aquel momento), y le dice a la chica que se siente en su cara. No sé si la Coixet pretendía mostrarnos su particular homenaje a títulos como “El último tango”, “Emmanuelle” o similares, pero os aseguro que he visto más romanticismo en películas de Rocco Sifredi. Las lorcillas de Sergi y el lechoso aspecto de la japonesa son incompatibles con la lujuria. No pude aguantarlo, lo siento. Supongo que me gané el odio inmediato de una espectadora de unos cincuenta años, que me miró con manifiesto odio desde la fila de delante, pero es que ya no podía más.



La historia sigue, y al final, la chica muere en brazos de Sergi a manos del secretario del padre de la chica suicidada. En algunos momentos suena “La vie en rose” cantada en japonés, otro contrapunto kisch al universo de Pumuki que nos está mostrando Coixet.



Conclusión: todos los japoneses que aparecen en la película están desquiciados. Las dos japonesas que tienen contacto con Sergi mueren, y todos acaban mal menos Sergi, que vuelve a su querida Barcelona y rehace su vida. Coixet se ha gastado probablemente un montón de pasta para enseñarnos una visión de Japón hortera, fría, vacía y falta de sentimientos. No he sido capaz de vislumbrar en ningún momento el aura de película de culto que algunos han empezado a construir alrededor de esta película. No sé que mensaje entre machista, ejemplarizante o estético pretende clavarnos esta directora, como no sea el de supremacía de la raza mediterránea, con sus pelos por todo el cuerpo, frente a la desquiciada mentalidad nipona. No lo sé, francamente, aunque ello pueda ser debido, probablemente, a mi limitación de miras.



Como comedia de costumbres, francamente buena. En la línea de los mejores títulos de Cassen. Creo que la siguiente historia de la Coixet va a tratar de los amores imposibles entre una turista malaya y un vendedor de paraguas andaluz en Papúa-Nueva Guinea.

lunes, 8 de febrero de 2010

Invictus, de Clint Eastwood



Clint Eastwood ha conseguido lo que no saben o no les permiten hacer a la infinita mayoría de los directores de cine americanos, ya sea por ignorancia o por esa pleitesía que algunos prefieren rendirle a la comercialidad frente la puro arte: imprimir un sello personal a cada una de sus películas. Un sello personal marcado por el compromiso, el buen hacer y una serie de valores morales o éticos con los que toda persona más o menos normal, más o menos observadora, más o menos capacitada para ponerse en el lugar del otro, tiene que estar de acuerdo casi por fuerza.

Si a esa capacidad de transmitir valores, sentimientos o simples emociones, le añadimos un tema tan peliagudo, sugerente y emotivo como los primeros años de gobierno de Nelson Mandela en Sudáfrica, con toda la carga de tensión que suponía terminar con el apartheid que había dominado la vida en Sudáfrica durante tantos y tantos años, surge lo que surge: una auténtica obra maestra con mayúsculas, una película épica de esas que se quedarán grabadas para siempre en nuestra memoria.

Resulta imposible describir el cúmulo de sensaciones que transmite el genial trabajo de Clint Eastwood. Sin fanfarrias, sin estridencias, sin melodramas, nos muestra simplemente la grandeza de un hombre que aplicó sobre sus verdugos la más noble de las venganzas: el perdón (“la más noble de las venganzas es el perdón”. Es una frase de Eric Cantona en la película “buscando a Eric”, de Ken Loach, motivo para una futura entrada, pero que me viene al pelo ahora para esta crítica). Cuesta creer que un hombre en apariencia tan sencillo como el dirigente sudafricano fuera capaz (posiblemente debido a esa sencillez) de ganarse el corazón y el apoyo de cuarenta y dos millones de personas. Cuesta creer que Mandela pudiera evitar, simplemente con la palabra y con el bagaje moral que le proporcionaba el hecho de haber estado encarcelado durante un montón de años, el baño de sangre que se hubiera producido en cualquier otro lugar: Morgan Freeman se mete tanto en el papel, que no es Morgan Freeman, como en otras muchas películas de este gran actor. A través de sus ojos, de sus palabras, de su paz interior y de su grandeza de espíritu, sabemos en todo momento que no es él el que habla, el que actúa, sino Mandela. La inabarcable personalidad de este líder mundial trasciende y absorbe hasta al actor que le está interpretando.

No es una película de rugby. Quedaros tranquilos en ese sentido. Alguien de los que la había visto (creo que el único al que no le gustó de todos los que me hablaron de ella, probablemente porque es un fanático del fútbol) me transmitió esa sensación. “Las escenas de rugby son muy largas”. Ni son muy largas, ni ocultan el mensaje de la película, sino que lo fortalecen. La magistral labor del capitán de equipo interpretado por Matt Daemon (¿qué ha hecho este tío para ponerse tan tocho? Parece un jugador de rugby profesional) es un ejemplo de motivación y compromiso que deberían estudiar los dirigentes de recursos humanos de todas las empresas del mundo. Sin ordenar, sin enfados, sin alegrías, con tranquilidad y simple saber estar, consigue en cada momento lo que quiere de los miembros de su equipo. Resulta emotiva la capacidad de este hombre de captar el sufrimiento de Mandela durante sus años en prisión. En una de las escenas más impresionantes que pueda recordar, en el transcurso de una visita a la cárcel en la que estuvo el mandatario, el capitán del equipo de rugby se pregunta cómo es posible que alguien pueda sobrevivir, sin volverse absolutamente loco, en un espacio tan ridículamente pequeño.

En este sentido, el de las escenas emotivas, lo cierto es que no sabría con cual quedarme. El amigo Eastwood es un maestro en el difícil arte de ponernos la carne de gallina. Podría quedarme con toda la historia de los guardias de seguridad, procedentes unos del servicio secreto de Le Clerc (los blancos) y añadidos otros (los negros) por el nuevo gobierno. De la tensión que se masca al principio, que parece a punto de estallar a tiros, se pasa paulatinamente a una camaradería cada vez más acusada, hasta acabar jugando entre todos un improvisado partido de rugby en el césped del palacio presidencial.

Podría hacer mención también a las dos escenas con la criada negra de la familia del capitán del equipo de rugby. En la primera, cuando Matt Daemon recibe con incredulidad y sorpresa la invitación de Mandela para hablarle de la copa del mundo de rugby, ella se acerca a él, y con toda naturalidad, le dice “dígale al presidente que la línea de autobuses de este barrio funciona muy mal”. Soberbio. ¿Existe una forma más artística, más sugerente, más elegante, de transmitir la suprema confianza que los habitantes negros de Sudáfrica tenían en su dirigente? Para esa mujer, resulta natural que su presidente se ocupe de un problema en apariencia tan nimio, porque sabe que Mandela está en todas partes. “Mandela está en todas partes. No se le escapa nada”, es una idea repetida a todo lo largo de la película, tanto por negros como por blancos.

En la otra escena protagonizada por la criada negra, Matt Daemon aparece en su casa con entradas para ver la final de rugby. Le rodean sus padres y su novia. “pero aquí hay cuatro entradas”. Todos se vuelven hacia la criada, que sonríe. La cuarta entrada es para ella. Joder, no me digáis que no se trata del buen hacer de un auténtico maestro. Si no se te eriza el pelo ante escenas así, deberías ir a un psicólogo, o cuando menos, a un dermatólogo.

La escena del muchacho que se pega al coche de policía para escuchar la retransmisión del partido (y la complicidad de la policía, que le deja hacer), la escena del equipo de rugby cantando el himno (cuando previamente habían desistido de aprenderlo), la escena del mismo equipo enseñando rugby a los niños de los guettos... Resulta imposible quedarse con alguna en concreto, ya os lo he dicho. La capacidad de Eastwood para transmitir emociones es infinita. Y no hablo de sensiblería, de la que estaba sobrada “los puentes de Madison”, por poner un ejemplo del mismo director, sino de algo más profundo. Una simple mirada, un gesto, una sonrisa, una frase, sirven para mucho más que el despliegue de exageraciones emocionales que se pueden ver en otros muchos títulos.

Resulta inevitable también pensar que tal vez hoy en día resultara imposible conseguir lo que consiguió este hombre con su sola presencia: la unificación de todo un país, incluso entre personas de distinta raza. ¿No deberían aplicarse un poco nuestros dirigentes políticos para aprender algo de Mandela? Creo que no nos vendría nada mal.

No tendría sentido esta crítica sin mencionar el poema que leía Mandela cada día en su celda para no caer en la depresión, y que además sirve para darle título a la película. Es de William Ernest Henley.

INVICTUS

Más allá de la noche que me cubre
Negra como el abismo insondable
Doy gracias a los dioses que pudieran existir
Por mi alma invicta
En las azarosas garras de las circunstancias
Nunca me he lamentado ni he pestañeado.
Sometido a los golpes del destino
Mi cabeza está ensangrentada, pero erguida.
Más allá de este lugar de cólera y lágrimas
Donde yace el horror de la sombra
La amenaza de los años
Me encuentra, y me encontrará, sin miedo.
No importa cuán estrecho sea el portal,
Cuán cargada de castigos la sentencia,
soy el amo de mi destino
Soy el capitán de mi alma

domingo, 7 de febrero de 2010

En tierra hostil

El asunto prometía. Cuando fui a verla, ya sabía que “En tierra hostil” había sido nominada a nueve oscars, al igual que “Avatar”, su digna rival en la alfombra roja. Asistí a la proyección pendiente de todas las nominaciones que recordaba. ¿Mejor película? “Ya veremos”, pensaba. ¿Mejor actor? ¿Cuál de ellos? Bajo mi punto de vista, ninguno destacaba sobre los demás. Ese estilo de rodaje estilo documental no permite precisamente que se luzcan las buenas formas de hacer de un determinado actor. Deliberadamente se pretende, con ese estilo de rodaje, que los personajes parezcan reales, y de hecho se consigue bastante bien. Nada que ver la actuación de Jeremy Retner, el artificiero suicida, con la de Robert Downey Jr en Sherlock Holmes, por poner un ejemplo de actor injustamente no nominado.



¿Nueve oscars? Hacia la mitad de la película ya pensaba que lo cierto es que de momento no se justificaba ninguno de ellos. Sin ser mala, no dejaba de ser, a mi parecer, otro panfleto bélico de esos que nos regalan de vez en cuando los americanos. Comprendo que la película suba la adrenalina de los fanáticos de Call of duty, porque en muchas ocasiones recuerda a ese juego. Sobre todo en esas ocasiones en las que se dispara y se mata a algún enemigo sin que ni siquiera se le vea la cara, algo que siempre me ha puesto nervioso. El no conocer la naturaleza del elemento contra el que se dispara, hace que el hecho de disparar no importe nada.



En esas estaba, cada vez más alucinado. No terminaba de comprender el sentido de la película. Un grupo de artificieros, a cuyos miembros les quedan pocos días para volver a casa. Uno de ellos ha sustituido al personaje encarnado por Guy Pearce, reventado por un bombazo al principio de la película (buen recurso de la directora, lo reconozco. Nadie espera que un actor de esa categoría muera al principio. Algo parecido a lo que sucede con Ralph Fiennes, que también muere casi nada más aparecer). El nuevo artificiero parece un paranoico al que no le importa en absoluto exponerse a los peligros de una explosión. Se arriesga continuamente, lo que provoca la lógica ira de sus compañeros. Las acciones se suceden una tras otra. El desasosiego de los protagonistas, ciertamente invitados no deseados en una tierra hostil, se percibe en cada una de sus salidas de la base, el territorio seguro. Está muy conseguida esa hostilidad, manifestada por las inquietantes miradas y actitudes de una población de la que jamás se sabe si está de tu lado o prefiere destriparte. Hasta un niño asomado a un balcón o a una azotea podría representar un peligro. Pero, ¿qué estamos pensando? Ese es el gran acierto de este tipo de películas. Han conseguido que veamos como una amenaza manifiesta a cualquier persona que habite un país considerado enemigo de los Estados Unidos. Los iraquíes no tienen casi ni rostro ni, por supuesto, palabra. Son entes amorfos contra los que hay que disparar en caso de duda. Los únicos que hablan en toda la película son un pobre hombre al que le han llenado el cuerpo de bombas, y un grupo letal que acaba con la vida de un inocente coronel que jamás antes había pisado el frente.



He leído en alguna crítica que la película es comparable a “Apocalypse Now” o “El cazador”. Nada más lejos de la realidad. Esos dos títulos, al igual que prácticamente todos los que se rodaron en aquella época, eran profundamente críticos con la intervención de Estados Unidos en Vietnam. Actualmente, nadie se plantea siquiera cualquier razón moral o política que justifique la presencia en Iraq de las tropas estadounidenses. Se trata como a ganado tanto a los soldados que cuentan cada uno de los días que les quedan para volver a casa, como a la población que sufre sus desmanes y los de los insurgentes que probablemente la presencia norteamericana ha provocado. Las películas bélicas que se hacían antes (“Hair”, “Senderos de gloria”, “Gallípoli”, “Salvar al soldado Ryan” y tantas otras, aparte de las dos mencionadas) portaban una intensa carga de antimilitarismo, de denuncia de la guerra. Las de ahora, cuando menos se sitúan en una posición ambigua, al igual que los juegos a los que he hecho mención antes. “La guerra es una droga” es la frase con la que empieza la película, con toda la carga de adicción que tamaña frase puede conllevar. Estamos aquí para salvar a la población, aunque para ello tengamos que cargárnosla, parece ser la lectura subliminal de este tipo de películas.



Todo esto pensaba a medida que transcurría la película. Tampoco hacía falta prestar mucha atención para no perder el hilo, sobre todo en determinadas y soporíferas escenas, como todo el episodio en el desierto. Seguía a la búsqueda de las nueve nominaciones, sin encontrar ni una siquiera. La burda escena de camaradería entre los tres compañeros, borrachos hasta caer al suelo y dándose puñetazos en el estómago, la absurda muestra de afecto con el niño iraquí apodado “Beckam” (necesaria, supongo, para intentar justificar un poco más el oscar al mejor actor), pasaban frente a mis ojos, deseosos de contemplar algo realmente merecedor de un premio. Se despliega cierta intriga ante el temor al bombazo inesperado, dada la profesión de artificiero de los protagonistas, pero quitando eso, nada.



Comencé a verlo claro más o menos hacia el final de la película. Tras una escena que a mi juicio podría resultar incluso obscena, con ese pasillo de supermercado inundado de miles de marcas de cereales, como contrapunto a la miseria del país en el que se desarrolla la acción, comencé a recapacitar. Nuestro buen soldado, a continuación, habla con su hijo pequeño, y viene a decirle, más o menos, que lo único que le interesa en la vida es hacer su trabajo, que consiste en desactivar bombas. “Los iraquíes nos necesitan”, proclama en una frase a la que sólo le falta música de fanfarrias. Tate, aquí está. La justificación a las nueve nominaciones. Escena final con el artificiero embutido en su traje antibombas, caminando como John Wayne por una calle de la zona en conflicto, mientras la música suena y la película acaba. La escena cumbre ideada por una directora que sabe de sobra la forma de tocar la fibra de los que deciden el destino de la estatuilla. Y entonces lo vi claro, amigos.



“En tierra hostil” va a arrasar, pero no porque se trate de buen cine. Va a arrasar porque los americanos necesitan esos nueve oscars, o el máximo número posible de ellos, para justificar en cierto modo su presencia en Iraq. Se trata de una entrega de oscars meramente política, decidida probablemente por las máximas autoridades. Los tiempos están cambiando, y a pasos agigantados. Si antaño se concedían premios a películas críticas con la intervención de Estados Unidos en conflictos lejanos, ahora se conceden a películas que hacen propaganda de la policía del mundo en que se está convirtiendo ese país sin que nadie se lo haya pedido. Me imagino a miles de jóvenes americanos corriendo, tras ver la película, a alistarse en el ejército para convertirse en el artificiero salvador, o para llevar el único sistema que funciona (según ellos) a esos bárbaros que habitan fuera de sus fronteras. No me considero antiamericano, ni por lo más remoto. La cultura americana nos ha proporcionado grandes iconos a lo largo de todos los tiempos, pero prefiero que se queden en su casa. Cuando salen, son capaces de los mayores desmanes, provocados por su profundo desprecio y desconocimiento de la naturaleza de los seres humanos que se les pongan por delante. Resulta inevitable eliminar ese tufillo que desprenden “En tierra hostil” y otros títulos parecidos (“Black Hawk derribado”, por ejemplo, que sin embargo resultaba infinitamente más interesante). Tufillo a que los ciudadanos del resto del mundo somos ciudadanos de tercera categoría comparados con ellos.



En resumen: película más o menos entretenida, que despertará grandes sensaciones a la legión de adoradores y fanáticos del Call of Duty, pero que ni por asomo se merece ni uno sólo de los oscars para los que ha resultado nominada.

viernes, 5 de febrero de 2010

Un tipo serio

“Recibe con simplicidad todo lo que te venga”, es más o menos la frase de un Rashi, un famoso rabino judío de la edad media, gran teórico de la Tora y el Talmudo, que a veces solucionaba los problemas con una sola palabra.



La frase describe a la perfección el espíritu que aletea durante toda la película, que podría parecer a priori aburrida, densa, pero que transcurre con facilidad para todo aquel que la contemple aplicando a su propia naturaleza la frase de Rashi. Larry Gopnik es un hombre serio (un hombre serio. No me parece adecuado el título “un tipo serio”, ligeramente despectivo). Magistralmente interpretado por Michael Stulhbarg (todo un descubrimiento, tengo que decirlo), Gopnik trata de caminar por la vida con seriedad, con rigor y con claridad. El espectador tiene la impresión de que al bueno de Gopnik le encantaría que todo se rigiera con las mismas leyes de las matemáticas, materia que imparte en un instituto. En este sentido resulta interesante la conversación que mantiene con uno de sus alumnos, un coreano que trata de sobornarle para que le apruebe. “Ni siquiera comprendo la paradoja del gato vivo y del gato no vivo. Lo que para mí está claro es toda la explicación matemática que viene detrás”.



No se sabe muy bien si es a partir de ese momento, el de la conversación con el incombustible alumno coreano, cuando la vida empieza a torcérsele al pobre Gopnik, o la tragedia viene de antes. Su típica familia americana se confabula para sacarle de sus casillas. En resumen, podría decirse que Gopnik trata a toda costa de mantener su honradez, pero el mundo no le deja. Su hijo, próximo a esa ceremonia de iniciación que tienen los judíos, se gasta el dinero en marihuana, y cuando va a pagar a su terrible camello, un inocente compañero de clase que parece medio lelo, le confiscan la radio en la que ha escondido el dinero. La confiscación da lugar a una memorable escena, en la que el director, un anciano judío, trata de comprobar el funcionamiento del aparato sin dejar pronunciar una palabra al pobre chico, que se pone nervioso ante la torpeza e ineptitud del pobre hombre. La hija de Gopnik se preocupa sólo de su pelo, y choca frontalmente con su tío, que ocupa el baño de la casa durante todo el tiempo para drenar su quiste sebáceo. Por si tanta tristeza no resultara suficiente, la esposa de Gopnik le propone el divorcio, ya que las cosas, al parecer, no van bien entre ellos, a pesar de que ni el mismo Gopnik parecía consciente de ello.



Gopnik, y esa es una de las grandezas, entre otras muchas, que para mí tiene la película, recibe todo lo que se le viene encima con simplicidad, pero también con una profunda sorpresa. Si en ciertos momentos podría pensarse que la película iba a derivar hacia “un día de furia”, a medida que conocemos a Gopnik mos damos cuenta de que eso no es posible, que la bondad y la nobleza de este hombre se estiran como un chicle ante las adversidades, y de que su capacidad de aguante y de incredulidad ante todo lo que le está pasando es infinita. A pesar de las amenazas, de los acosos constantes de su mujer y de su amante, de ese contacto con la incomprensible filosofía de vida coreana por no haber querido aprobar a ese alumno, Gopnok sigue adelante, y mantiene su integridad, o trata de mantenerla, por encima de todo.



Fred Melamed interpreta al amante de su mujer. Este personaje, otro descubrimiento, merece entrar por méritos propios en el olimpo de personajes que nos hacen amar el cine a los que lo amamos. Sólo por crearlo, los hermanos Coen merecen todo mi respeto y gratitud por los siglos de los siglos. Resulta indescriptible la capacidad de persuasión, la hipocresía a ultranza que despliega un tipo (este sí que es todo un tipo) que es capaz de sugerirle a Gopnik que se vaya a vivir a un motel, al tiempo que coloca su mano sobre su alucinado rival como gesto de amor. Desplegando el colmo de la amabilidad, se mete en la vida de Gopnik como un elefante en una cacharrería. Sólo interviene en un par de escenas, pero os aseguro que no tienen desperdicio. Creo que esas dos escenas representan el paradigma de la labia y la hipocresía humanas.



Gopnik vive, o sobrevive más bien, capeando el temporal como puede, aunque lo cierto es que lo único que hace es dejar que los acontecimientos le marquen el ritmo. Los únicos momentos de felicidad que tiene (la ceremonia de iniciación de su hijo y el encuentro con su inquietante vecina, otra gran actriz) no compensan en absoluto los momentos de tensión. Finalmente, abrumado por los acontecimientos y por los pagos que se le vienen encima (entre ellos, hay que joderse, el del entierro del amante de su mujer, que se ha matado en un accidente de coche), rompe su regla de honestidad, y aprueba al alumno coreano. Todo parece haber acabado, pero los hermanos Coen nos sorprenden una vez más con un final abierto a todo tipo de conjeturas.



“Recibe con simplicidad todo lo que te venga”. La película comienza con la frase de un rabino famoso. Resulta ante todo sorprendente la implacable capacidad de los hermanos Coen de reírse de sus propias creencias, de una forma de vida, la de la comunidad judía, tan encorsetada por sus rancias e innumerables tradiciones que resulta a veces ridícula. Si a toda la parafernalia moral y religiosa que rodea la vida de un judío, le unimos la necesidad de Gopnik de pedir ayuda a los rabinos, nos queda una implacable y acertada sátira contra todo ese mundo. Cada una de las entrevistas con los tres rabinos que mantiene Gopnik, está precedida de un solemne título a toda pantalla y de una especie de mazazo musical. Cada uno de los tres rabinos es mayor que el anterior. Si bien el joven parece mantener una cierta ilusión, aunque sea incapaz de darle una solución a los problemas de Gopnik, el maduro parece estar ya de vuelta de todo, y lía todavía más al protagonista con la surrealista historia del dentista, que no conduce a ninguna parte. El tercer rabino, que se supone que ha alcanzado la sabiduría, ni siquiera se digna a recibir a Gopnik, porque “está pensando”, según su carpetovetónica secretaria. En este sentido, el de la sátira a la tradición judaica, resulta admirable la escena de la iniciación del hijo de Gopnick. Rodada con una cámara que distorsiona ligeramente el ángulo visual, y que refleja a la perfección la angustia que siente el muchacho antes de enfrentarse con esa dichosa Tora que tiene que leer para ser aceptado en la comunidad (¿dónde narices fabricarán esos enormes rollos de pergamino que los rabinos les hacen leer a los chavales? ¿no os lo habéis preguntado nunca?), la escena es todo un ejemplo de bien hacer cinematográfico. A los que vayais a verla, y penséis que os habéis equivocado de sala ante la historia que se nos cuenta al principio, deciros que no es más que otra surrealista fábula judía, que ilustra perfectamente, como el abierto final, la frase que preside la película y esta entrada.



Una película muy entretenida, con personajes de curiosa filosofía dignos de recordar, y una acerada crítica a un modo de vida anquilosado en sus propias raíces. Muy recomendable.