miércoles, 14 de abril de 2010

La cinta blanca

Cuando sea mayor, me gustaría ser cámara de películas alemanas, suecas o danesas de la misma escuela que “La cinta blanca”. Llegas, saludas al director y a los colaboradores, plantas la cámara, aprietas el botón de “On”... Y ya está, te puedes largar a hacer tus cosas, a comprar ropa, o a lo que quieras. Esa es la impresión que saqué, después de miles de bostezos y de movimientos de butaca de un lado a otro, cuando vi la tan cacareada y premiada película de Michael Haneke.

Porque al parecer, “La cinta blanca” tuvo una buena cosecha de premios en Europa, y se presentó como firme candidata a los óscars de este año a la mejor película extranjera. Ese arranque del principio levanta mis sospechas cada vez que veo una película como esa. Me refiero al despliegue inevitable en pantalla, normalmente sin que suene ningún tipo de música, de todos los premios que ha cosechado el título en variopintos festivales europeos. En este caso, además, agravado por un inexplicable empeño del director en filmar su obra en un opresivo blanco y negro, cuya razón de ser no me parece que sea otra que la de imitar en cierto modo la forma de hacer de Dreyer.

Las referencias a Dreyer, sin llegar en ningún momento a superar tan siquiera la suela de los zapatos del inmortal director, aparecen a cada momento. Las ya comentadas imágenes estáticas, en las que un carromato tarda del orden de tres o cuatro minutos en atravesar un árido paisaje de la estepa alemana (por ejemplo, y quizá con cierta exageración), los primeros planos de los personajes, interminables y aburridos diálogos que la mayor parte de las veces no conducen a ninguna parte... Recursos que si en Dreyer atraían por su grandeza, en Haneke repelen por su aburrimiento.

Si algo ha conseguido Haneke sin embargo, y es algo que le reconozco, es reflejar perfectamente la tristeza, la podredumbre moral, y el infinito puritanismo de una forma de actuar basada en los aspectos más aberrantes y extremistas del protestantismo más reacio. Viendo la frialdad, la violencia contenida, el miedo y la falsa estabilidad emocional de la mayor parte de los habitantes de ese frío y desasosegante pueblo alemán, en el que todos parecen pertenecer a una gigantesca secta conducida por el pastor de turno, uno se siente casi eufórico de pertenecer a este cálido mundo católico, con todo su sol, su cocina mediterránea, sus sacerdotes que se saltan de vez en cuando los preceptos, y sus parroquianos que acuden con la misma alegría al bar que a la Iglesia, si es que a esta última se acercan alguna vez. Haneke consigue mostrar la engrasada, pragmática, fría y calculadora maquinaria protestante, en contrapunto a la imperfección católica. No se hace ninguna referencia a nuestra sociedad, pero late en el espíritu de la película esa perfección que parece impregnarlo todo, desde las relaciones laborales hasta la forma de hacerle la corte a una joven, pasando por todo lo demás. Un perfección afilada, que esconde debajo, muy alejada de la vista y de los sentidos, una realidad perversa y de contenida violencia.

Hubo dos o tres escenas que me impresionaron, dentro del marasmo de aburrimiento que me produjo la cinta. Suele ocurrir también. Algo, que en cualquier otra cinta pasaría completamente desapercibido, o como mucho formando parte de un todo uniforme, destaca como un iceberg por su grandeza en una película cuyo leit motiv parece ser la búsqueda del sueño del espectador. En este caso, resulta impresionante por su crudeza la escena en la que el doctor repudia de mala manera a su ama de llaves, con la que hasta ese justo momento ha mantenido relaciones sexuales a escondidas. La sarta de crueldades que el doctor le vomita a la cara a una mujer en el crepúsculo de su sexualidad, no puede dejar indiferente a nadie. Como si de una bomba de relojería se tratara, el doctor estalla, insultando a la en apariencia puritana mujer en lo más profundo de su naturaleza humana. Me consta, a tenor de los murmullos de aprensión que escuchaba de los pocos espectadores que compartían conmigo este suplicio, que ese repudio cruel estaba calando fuerte entre nuestras conciencias. Tampoco puedo olvidar la cerrazón y falta de ganas de admitir la verdad del pastor protestante, que a pesar de sufrir en sus propias carnes el arrebato de crueldad de uno de sus hijos, se niega a reconocer la evidencia cuando el maestro del pueblo le expone las razones que le han llevado a sospechar de ellos. Tampoco puedo olvidar el solemne discurso, digno de figurar en los altares más elevados de la dignificación moral, que le suelta el mismo pastor a uno de sus hijos para que deje de masturbarse, y el cruel tratamiento al que es sometida la criatura (atarle los brazos a los lados de la cama) para que abandone tan perniciosa costumbre.

No hay nada que más me reviente al enfrentarme a una película, que haber acudido a verla impulsado por una publicidad que al final resulta engañosa. Me ocurre con esos trailers que sólo muestran una parte que nada tiene que ver con la totalidad, o con esas notas de prensa que destacan un cierto aspecto que después brilla por su ausencia. En el caso de “La cinta blanca”, una de las razones que me empujó a verla fue que se me vendió como un “análisis de la violencia, y de los actos que resultaron precursores del nazismo”. No hay nada más alejado de la verdad. La única violencia que se muestra en la cinta, de forma la mayor parte de las veces soterrada y sin que se sepa en ningún momento claramente quién es el culpable, viene ejercida por un grupo de niños malignos que se dedican a hacer putadas de forma sistemática y al parecer justificada para ellos, probablemente como contrapunto moral a esa cinta blanca que les obligan a ponerse como símbolo de pureza moral y espiritual. En algunos momentos, sobre todo cuando aparecen lo niños crueles en grupo, no podía evitar pensar en “Quien puede matar a un niño”, soberbio título español que refleja un tema parecido desde una perspectiva más atractiva. También me acordaba de esos siniestros niños que aparecían en un capítulo de los Simpson, parodia a su vez de la película “El pueblo de los malditos”, protagonizada por George Sanders. Resulta inevitable, si se ha visto ese título, pensar en él cuando aparecen los siniestros cabroncetes de “La cinta blanca”. Como otro homenaje a los Simpson, quiero comentar la desacertada elección de la voz que dobla al pastor protestante, que no es otra que la del policía que aparece en la serie de dibujos animados, lo que bajo mi punto de vista le quita toda credibilidad.

Nada, en definitiva, que haga pensar en los orígenes del nazismo, ni en nada que se le parezca. Una cinta triste, aburrida, pretenciosa y totalmente prescindible. Si quieres ver cine de Dreyer, dirígete al original, no a sucedáneos sin sustancia como el que nos propone Haneke.

2 comentarios:

Sandra Sánchez dijo...

Pues todo esto que nos cuentas es a lo que yo más miedo tengo al enfrentarme a una cinta de Haneke (salvo alguna excepción como "La pianista" de la que ya hablé en mi blog). La película me llama la atención por toda esa publicidad, pero la verdad es que la tuve en casa en un par de ocasiones y en las dos veces que intenté verla no logré pasar del primer cuarto de hora, no me enganchaba para nada...así que no sé si seguir itentándolo o darme por vencida...me da rabia que la cinta pueda más que yo jajaja así que no sé en una de éstas igual la veo "a trozos" y a ver qué pasa...ya te diré.
Gran reseña!
;)

FELIX JAIME dijo...

Pulga, lo único curioso que tiene la película es que la voz del pastor protestante es la misma que la del policía de los Simpson, jajaja...Pero deberías verla, me encantaría conocer tu opinión. Gracias por pasarte por aquí, ya sabes que esta es tu casa.